Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Externalizar

En las empresas, en ocasiones, no todas las funciones imprescindibles para su funcionamiento son asumidas por la propia organización. Algunos de los procesos se encargan a agentes externos quienes, por una razón o por otra, se presume que harán su función mejor, o más económicamente que la propia empresa. Entre las personas, a veces pretendemos hacer algo parecido.

Es evidente que nadie puede cubrir todas sus necesidades propias. Quizá algunas de ellas puedan ser satisfechas con una menor participación de los demás, pero las importantes precisan a menudo de los otros –por ejemplo, necesitamos mercados y tiendas, y el trabajo ajeno para alimentarnos–. Elegimos usar el dinero como una manera de compensar el tiempo empleado para los demás, pero la realidad es que sin los otros, nuestro dinero no vale de nada. Psicológicamente, esto también es un hecho: en general, necesitamos de la mirada compasiva de los demás, o su límite, o su influencia para crecer, reconocernos, corregir lo que no vemos, etc.

Cuando venimos al mundo y durante un periodo bastante largo, necesitamos que nuestros mayores nos “presten” su cerebro mientras el nuestro termina de formarse y, de ese modo, nacemos con una especie de externalización de funciones básicas que, poco a poco vamos incorporando a nosotros a medida que ganamos recursos y capacidades para hacer por nosotros –y para otros– lo que en un principio no podíamos.

En cierto modo, no es solo que nuestros padres o tutores nos enseñen a hacerlo, sino que lo hacen por nosotros hasta que nosotros podemos hacerlo por nosotros mismos. Esta perspectiva tiene un efecto también en lo que a gestión emocional se refiere. Cuando somos pequeños, necesitamos que ese adulto o adulta quiera estar cerca, observarnos con detenimiento para que sus maneras de “prestarnos” sus capacidades encaje con nuestra naturaleza, con quienes, de algún modo, ya somos aunque no estemos preparados. La sintonía que es capaz de desarrollar esa persona que cuida debe estar afinada con nuestras reacciones a lo que hace que, a su vez, necesitan ser observadas, en un circuito más o menos cerrado que avanza, se retroalimenta y establece. Cuando esta vivencia funciona, el bebé, el niño o la adolescente, en distintos grados, tiene la sensación de que es “completamente” entendido, como si fuera uno, una, con dicho cuidador.

Como ya hemos podido pensar, la adolescencia es un cambio en todo esto, de hecho, es tan difícil porque es el momento de esa internalización de funciones parentales, que antes hacían otros y ahora deben hacer ellos, ellas, lo que trastoca todo el sistema aunque tengan la capacidad. Por otro lado, a la vez es tan cómodo, fantástico, descansado y agradable, que lo sigan haciendo otros, que en algunas personas se instala la fantasía de que podría ser así para siempre. Entonces, el adolescente o la adolescente se aleja de los padres pero se acerca a alguien que se parezca y que le permita seguir externalizando su propia estabilización, su regulación o su crecimiento. Funciones estas que va a necesitar desarrollar para sí. Esta es la gente que usa habitualmente frases como “me haces sentir…”, o “deberías saberlo”. A menudo este comentario genera confusión en quien lo recibe, que lo vive como una exigencia extraña, y hasta cierto punto incomprensible, pero que, para quien vive con la fantasía de fusión, es de lo más natural, ya que, en algún momento coincidió que uno hizo por el otro, cosas que él o ella no quería/podía/sabía hacer por sí y para sí.

En cierto modo, así nace también la superstición, por coincidencia. Sin embargo, tanto para mantener relaciones libres como equitativas, adultas, es imprescindible apropiarse de la propia emoción, hacerse responsable de la misma y actuar en consecuencia, y quizá también, proponer, pedir, informar, en lugar de esperar a que nos adivinen.