7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Ese momento


Si mañana se quemara la casa de uno pero pudiera salvar una sola cosa, ¿qué sería? Si nos tomamos un momento para responder a esta pregunta, probablemente la respuesta tiene que ver con un objeto con valor sentimental. Los antiguos álbumes de fotografías suelen llevarse la palma, pero también objetos cargados de historia, quizá una que nadie más pueda conocer, o por lo menos no en la extensión de nuestra experiencia.

La memoria es caprichosa y creativa a la hora de almacenar recuerdos e historias y, por norma general, tira más de fabulaciones que de hechos, pasado un tiempo. Sin embargo, cuando asociamos un objeto físico a un recuerdo es como si pudiéramos capturarlo con mayor fidelidad, como si lo cristalizáramos y lo hiciéramos a la vez concreto y duradero.

Este intento de capturar una vivencia y “embotellarla” es un gesto espontáneo que nos acompaña a lo largo de la vida, pero que ya está presente desde la más tierna infancia en forma de objetos transicionales, que les llaman, aquellos que simbolizan y mantienen la presencia de otro significativo –de una madre, por ejemplo en el caso de los peluches–, cuando éste no está. Si miramos hacia adentro, seguramente también tengamos nuestro propio álbum de fotos, uno al que no tiene acceso nadie más a menos que los invitemos a partir de nuestros relatos, e incluso estos, difícilmente suelen capturar el valor o la significación de las escenas.

Y es que, dichos objetos mentales, en movimiento interno, componen auténticas secuencias cinematográficas en las que todas las acciones son símbolos de algo relevante para nosotros. El recuerdo de tal o cual acontecimiento, en el modo en que lo recordamos y no en otro, contiene en sí el secreto de nuestra historia. Lo importante de los recuerdos, de esos momentos que atesoramos en la memoria como retratos de una vida, no es solamente el contenido en sí, sino lo que simboliza, lo que contiene.

Es largamente conocido que es precisamente la vinculación entre el hecho y la emoción al vivirlo lo que determina cómo y con qué intensidad almacenamos durante tiempo determinado recuerdo. Esto lo saben bien los profesores, quienes tienen que captar el interés de sus alumnos y, en cierto modo, estimular el aprendizaje emocionalmente.

Junto con esta asociación entre la vivencia y la emoción, cuando hablamos de recordar una escena vital, de, lo que llamaríamos, “guardar esa foto en el álbum”, hay un tercer elemento que fija a largo plazo la primera impresión, y es su carga metafórica con un sentido individual. Quizá esa vivencia concreta de ese momento se cruce con una creencia sobre uno mismo o una misma de una manera sensitiva, una imagen, un sonido, un gesto o una intención, tienen el poder, en el momento correcto, de condensar muchas otras imágenes, gestos o intenciones coherentes.

Sin duda no recordamos todos los detalles de una relación de pareja que terminó hace años, pero cuando nos acordamos, por ejemplo, “de aquella mañana fría en aquella terraza desierta en la que desayunamos nada más aterrizar”, y vemos la expresión de la otra persona y su sentir, notamos el frío de la mañana, o notamos su tacto, quizá también podamos rascar un poco y extraer lo que era importante para uno o una como persona en aquella época y no solo en aquel momento. Quizá se puede percibir lo que después no funcionaría y que allí sí, o quizá lo que ya no funcionaba pero lo ocultábamos, y por qué razón, la esperanza que teníamos, lo que aún consideramos importante hoy… En fin, podríamos tirar del hilo de las imágenes hasta completar un relato más amplio de uno mismo, de una misma, pertenecientes a una época, probablemente no por la literalidad del sabor de aquel café o lo que se cobró, sino de las necesidades, temores, incapacidades, sueños, que esa escena representa. Nuestros propios recuerdos son una gran narración en la que reside una perla esencial: quienes somos.