7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Tomar la iniciativa a lo grande


Vamos a suponer que, quienes estamos aquí, conocemos suficientemente a nuestras personas queridas: familiares, amigos, parejas, compañeras… Con ‘suficientemente’ me refiero a que sabemos qué les gusta y les molesta en términos generales, qué les mueve las tripas o les entretiene; o qué les irrita o duele. Aunque nunca hayamos hablado abiertamente de ello, hemos compartido el tiempo suficiente como para hacernos una idea de estos aspectos y hemos, de hecho, reaccionado ante ellos; en los cumpleaños tenemos una idea aproximada sobre el regalo que hacer o ante una pérdida, sabríamos cómo consolar. Sin embargo, probablemente lo más importante es que sabemos, sin decirlo, que esas personas estarán ahí y nosotros, nosotras, también estaremos. Por así decirlo, sabemos ‘por dónde van a salir’.

Todo el mundo tiene la necesidad de saber que tiene algo así con una o varias personas y, sin embargo, no siempre tenemos la certeza. Una de las formas de evidenciar este tipo de vínculo es la toma de iniciativa. Supongamos que estamos enfermos, que no podemos levantarnos de la cama; hay entonces una diferencia sustancial entre pedir que nos abran un poco la ventana o que la persona que entra nos ofrezca hacerlo. Este es un gesto sencillo, pero nos muestra varias realidades importantes para la relación: por un lado, esa persona puede anticiparse o no, pero eso no significa que pueda leernos la mente; si acaso está dispuesto, dispuesta, a ponerse en nuestro lugar, lo cual es una evidencia de que nos tienen en cuenta. Y la relación necesita que esto sea recíproco. Es decir, ser vulnerables o estar frágiles no nos exime de la capacidad para tomar la iniciativa.

Usando el mismo ejemplo, también estando enfermos podemos sugerirle a quien nos cuida que salga a dar una vuelta o que se dé un baño tranquilo, tranquila. Por otro lado, tomar la iniciativa implica solidaridad, deseo de que la otra persona se encuentre a gusto, que disfrute o tenga sus necesidades cubiertas. Hacer un regalo espontáneo, sugerir un plan inesperado que la otra persona aprecie, y proteger el momento y lugar para disfrutarlo, crea un espacio para que no haya ninguna razón específica y, por ende, ninguna ‘condición excepcional’ para que una persona cuide de la otra o disfrute del disfrute ajeno. Esto genera un ambiente de seguridad y estímulo que rodea la relación, la fortalece y la relanza; la refresca.

En una cultura del sacrificio o de la productividad, parece que todo tiene que servir para algo concreto, un resultado medible que nos permita llegar a conclusiones, y tener la ilusión de que controlamos tanto al otro como a nosotros mismos, a nosotras mismas. Sin embargo, como seres sociales que somos, necesitamos dedicar tiempo y energías a construir, cuidar y mantener relaciones, al igual que hacen los monos con sus juegos o sus acicalados, los caballos, o los delfines. Las fiestas populares, los eventos deportivos, los conciertos, las obras de teatro, la danza, el cine…

Las expresiones culturales también son ‘iniciativas’ ofrecidas por quienes las ejercen con un objetivo previo distinto a ganar dinero –aunque todo el mundo quiere y necesita ganar dinero por aquello en lo que emplea la mayor parte de su tiempo, como en el caso de los artistas–, se ofrecen al resto de la sociedad para crear esa sensación de que hay alguien que no me conoce pero está dispuesto a venir a mí e invitarme a formar parte.

La toma de iniciativa genera cohesión; la invitación, curiosidad; y el riesgo de hacerlo sin certeza de lo que va a generar en la otra persona, un cierto altruismo. Tanto en las relaciones cercanas como en las que nos implican a la mayoría, todas las personas tenemos la responsabilidad de forjar la relación.