Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Gracias por lo malo

Eduardo Chillida decía que le gustaba vivir en la costa, cerca del mar, porque ahí es donde este acaba, y es justo ahí donde mejor comprendía cómo funcionaba, su naturaleza. Y esta idea quizá también retrata poéticamente algo achacable al ser humano. Quizá donde más aprendemos de nosotros mismos, de nosotras mismas, sea donde acaba lo que creemos, lo que consideramos inmutable y predecible, lo que hemos dado por ‘bueno’. De hecho, en tanto en cuanto el mundo se comparta según lo previsto o lo deseado –aunque el mundo se comporte a su manera y seamos nosotros quienes le añadamos etiquetas–, nos sentimos ‘bien’, entendemos que nos pasan cosas ‘buenas’.

La seguridad de poder predecir nos hace también sentir ‘bien’, incluso al clima que nos deja hacer lo que queremos lo llamamos ‘buen tiempo’. De modo similar, lo que se aleja de nuestra manera de pensar, de nuestro deseo, rápidamente lo catalogamos como ‘malo’, indeseable, o inconveniente. Sin embargo, quizá en esas confrontaciones, en esas disensiones e incomodidades, la diferencia nos haga, como en el mar de Chillida, conocer cómo funcionamos, al reconocer nuestros ‘bordes’, el límite de lo que consideramos nuestro o bueno.

En un primer momento parece difícil considerar algo que nos es incómodo como algo potencialmente bueno para uno, para una, y, sin embargo, esa incomodidad está cargada de potencial. Un contratiempo –de cierta envergadura– nos obliga a buscar activamente, y no con los automatismos de la rutina, entre la biblioteca de recursos, para escoger la mejor manera de sobrevivir pero también a activar la creatividad precisa para inventar el mundo del que viviremos tras el contratiempo. También nos obliga a reconsiderar creencias que dábamos por buenas, ideas fijadas en su momento al albor de un mundo pasado y que hemos usado hasta ese momento. El contratiempo nos da la oportunidad de revisar su inflexibilidad, su ‘totalidad’ y actualizarlas. También los contratiempos, a pesar de lo ‘malos’ que nos puedan resultar, nos dan permisos.

El hecho de que, empeñarnos en ser fuertes, por ejemplo, ante un revés de la vida, no pueda evitar el dolor –aunque lo transforme en amargura, la fortaleza no nos ‘libera’ por sí misma del dolor–, también nos da permiso para no tener que ‘ser fuerte’ como única estrategia. Es un fastidio que hoy no funcione si dicha fortaleza a ultranza ha servido en el pasado para afrontar otros momentos difíciles, pero el propio hecho de que no funcione nos libera de todo el esfuerzo, en este caso, inútil –más nos vale encontrar otras maneras si ser fuertes no es suficiente y, además, nos consume–. Lo que no sale bien también nos espabila, nos permite relativizar ese control férreo que a veces pensamos que tenemos que tener sobre todo lo que hacemos, nos recuerda que no somos infalibles, ni omnipotentes, ni somos tan centrales para el curso de según qué acontecimientos.

No ‘llegar’ puede ser frustrante pero abre las preguntas ‘¿para qué tengo que llegar?’, ‘¿es mía toda la responsabilidad?’, ‘¿qué pasa si compruebo que todo mi esfuerzo influye solo en un pequeño tanto por ciento del resultado?’… Lo malo que nos pasa, a veces puede también volvernos más tolerantes ante los errores de otros, las decisiones que no compartimos o los efectos inesperados más allá de nosotros, de nosotras. E incluso cabe a menudo pensar que ciertas cosas ‘malas’ que nos pasan –ni mucho menos todas–, han sido en otro momento para bien; al menos, hoy somos quienes somos también gracias a ‘lo malo’ que tuvimos que atravesar.