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LA VOZ DE LOS DESHEREDADOS
Entrevista
Nélida Piñón

«Toda utopía tiene sus incongruencias, como las tiene el propio alma humana, pero eso no quita para que sean necesarias»

Fotografía: Isabel Permuy

Nacida en Río de Janeiro en 1937, a sus 84 años Nélida Piñón mantiene intactas esa curiosidad y ese deseo por explorar otros escenarios que han ido definiendo no solo una personalidad, sino también toda una obra. Desde su primera novela, “Guía-mapa de Gabriel Arcanjo”, publicada en 1961, hasta “Un día llegaré a Sagres” (editada en castellano por Alfaguara a finales del pasado año), han transcurrido seis décadas en los que esta autora ha ido descubriendo su propia voz, andando su propio camino, de la mano de unas historias y unos personajes que, como ella misma reconoce, son un reflejo de su propio deseo por rebelarse contra una realidad que la resulta insuficiente.

A lo largo de estos 60 años le han llovido reconocimientos, premios y honores a los que, sin embargo, la autora (que llegó a ser la primera mujer en presidir la Academia brasileña de las Letras) quita importancia aduciendo a que su mayor triunfo es haber podido dar voz, en sus novelas, a aquellos personajes de extracción humilde silenciados por la historia oficial. Mateus, protagonista de su última novela, es un buen ejemplo de ello. Se trata de un pobre campesino nacido a orillas del Miño en el Portugal de finales del siglo XIX que, alentado por el conocimiento del pasado glorioso de su país, decide poner rumbo a Sagres, cuna del imperio ultramarino portugués, únicamente para constatar que dichos sueños de grandeza están vetados para una persona de su condición. No obstante, a través de la peripecia vital de este personaje, Nélida Piñón reivindica el viaje como fin último de toda existencia en la necesidad de construir utopías. Se trata de un tema que alimenta toda la obra de esta escritora brasileña y que resulta útil para iniciar una conversación con ella.

La escritora nos cita en Madrid, una lluviosa tarde de finales de año, en la casa que ha alquilado para recibir a amigos y periodistas durante las jornadas de promoción de su última novela. Allí, rodeada de sus perros, y derrochando lucidez y simpatía, atiende a 7K sin límite de tiempo.

Hay una frase en «Un día llegaré a Sagres» que usted pone en boca del protagonista, donde este dice «Vale más la pena soñar que vivir». ¿Hasta qué punto este pensamiento condensa el espíritu de la novela?

Yo creo que esa frase vale, sobre todo, para resumir la vida de Mateus, el protagonista, cuya existencia está presidida por la infelicidad, pues en su día a día ha tenido que soportar una gran carga emocional y un gran desaliento. Solo al final de sus días descubre el significado de la utopía individual cuando se entrega a Amelia en una relación donde hay un gran sentido de la misericordia.

Pero más allá de esa relación postrera, la vida de Mateus está guiada por un sueño en esa búsqueda incesante de la utopía.

Eso es cierto, pero yo creo que la búsqueda de la utopía es algo que vale para definirnos a todos porque, al fin y al cabo, todos aspiramos a que nuestra vida sea un poquito mejor. La utopía no puede ser asumida como un privilegio de los héroes porque, de ser así, únicamente los poderosos podrían estar en disposición de iniciar esa búsqueda de un ideal de perfección. Yo me rebelo contra esa idea y pienso que también un humilde campesino tiene el derecho de imaginar un mundo mejor para sí.

En esa búsqueda de la utopía individual por parte del protagonista de su novela hay, en efecto, un deseo de rebelarse contra su naturaleza. ¿Hasta qué punto el hecho de no asumir su condición es algo que condena y lastra la aventura vital de Mateus?

Pero, ¿cuál sería su condición? ¿La miseria? ¿La indigencia? Si atendemos a sus orígenes, al hecho de ser un niño repudiado por su madre y a crecer en un entorno de extrema pobreza, puede que nos parezca un personaje sentenciado que por no tener no tiene ni conciencia de sí mismo ni herramientas para rebelarse contra su destino. Pero en un momento dado conoce a un maestro rural y él le ofrece esas herramientas, le cuenta que es falso que Portugal sea un país condenado a la pobreza, que tuvo su época de esplendor, que tuvo inclusos sus héroes como el infante don Enrique, el Navegante. Y esas enseñanzas son las que despiertan el inconformismo en Mateus, su deseo de emanciparse y de cumplir sus sueños. Y su manera de rebelarse es enfrentarse al misterio del idioma, porque el idioma es la herramienta a través de la cual contamos la historia, nuestra propia historia, pero también la de los demás. Porque la ambición de Mateus es contarse a sí mismo, evitando que sean otros los que lo hagan.

Pero a veces da la sensación de que ese deseo por entrar en contacto con el pasado glorioso de Portugal denota, en Mateus, un patético empeño por vivir en la mentira. ¿No cree que el lado oscuro de las utopías viene dado cuando estas no surgen de nosotros sino que nos vienen impuestas como ideal en el que forzosamente debemos militar?

Toda utopía tiene sus incongruencias, como las tiene el propio alma humana, pero eso no quita para que sean necesarias, porque la esperanza y la fe son absolutamente imprescindibles para continuar avanzando. Es cierto que los poderes públicos restringen el curso de esos avances porque no están dispuestos a que las cosas cambien pero, en el fondo, todos somos dados a creer que nuestra suerte puede variar de un día para otro, que podemos ascender un peldaño en el escalafón social y que, si lo hacemos, nuestros descendientes no van a tener las mismas privaciones que hemos padecido nosotros. Ese ideal de progreso no nos viene impuesto, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Yo creo que la ilusión es más interesante que la utopía, ya que es la materia prima de la que está hecha esta.

Sin embargo, ese construir mitologías para mantener engañada y explotada a la población, con ser un fenómeno antiguo, se ha venido incentivando de un tiempo a esta parte, ¿no cree?

De hecho, nosotros como ciudadanos somos prisioneros de esa batalla entre opciones políticas extremas que crean y alimentan mitos para el consumo de masas. Pero todas esas mitologías no están inspiradas en un ideal de progreso, no buscan revertir la estratificación social o acabar con la pobreza extrema, al contrario, lo que pretenden es perpetuar los privilegios de una élite. La necesidad de creer en esos mitos solo se explica por el deseo de ser aceptados, de ser amados, que es un poco lo que le ocurre a Mateus. Toda esa simbología a la que los poderes apelan para manipularnos, para someternos, viene a cubrir un vacío muy misterioso que todos tenemos y que se manifiesta en ciertos rituales, en ciertas tradiciones que nos conectan con nuestro pasado, con quienes nos precedieron. Se trata de unos vínculos muy fuertes que resulta muy difícil destruir. Visto así es normal que nos cueste participar de un ideal de transformación social, es muy difícil despojarnos de aquellas creencias en las que nos han educado desde pequeños. El poder político no crea mitos, lo que hace es usar a su conveniencia los que ya existen.

 

Usted, personalmente, ¿cómo está viviendo el fenómeno Bolsonaro? Al menos desde fuera de Brasil da la sensación de que está perdiendo apoyos, de que cada vez está más cuestionado. ¿Es así o, por el contrario, el discurso de odio que ha sembrado durante todos estos años durante su presidencia mantiene su pujanza?

Puede que haya perdido apoyos pero la sensación que una tiene desde dentro es que aún falta una eternidad para que deje el poder. Lo cierto es que el país está caótico y lo peor de todo es que no vislumbro una esperanza de reconciliación política y social. Brasil está cada vez más polarizado y temo que con los futuros resultados electorales la cosa vaya a peor, porque existe un nivel de fanatismo tan extremo, tanto en la derecha como en la izquierda, que no hay sentido crítico. El legado de Bolsonaro es ese. Antes comentábamos la habilidad de estos líderes para construir mitología, para manipular el alcance de ciertos símbolos. Pues bien, frente a los mitos griegos que tenían un valor narrativo, que servían para embellecer el relato y contar una historia, todos esos discursos de odio lo que intentan es que el ciudadano acepte como verdad una sarta de mentiras con la intención de tenerle amedrentado, inmovilizado, sometido.

En toda su obra, usted siempre ha mostrado su desprecio hacia esa casta de gobernantes que ejercen el poder revestidos de un aura de divinidad que les exime de rendir cuentas de sus actos.

Más que desprecio se trata de desconfianza. Mi postura crítica hacia ese tipo de perfiles no responde tanto a intereses subalternos como a la necesidad de sentirme y mostrarme libre. Por un lado, intento ser pedagógica a la hora de incidir en las injusticias propiciadas por esa estirpe de hombres de poder, por otro, como narradora, intento abrazar a todos mis personajes en sus miserias porque al final son las miserias las que nos terminan por igualar a todos.

Casi todas sus novelas abordan esas relaciones de vasallaje que se dan entre el poder político y los individuos. ¿Cree que estamos en regresión, que nuestra libertad como ciudadanos se encuentra cada día más limitada?

El tema es que la dignidad que conlleva el ejercicio de nuestra condición de ciudadanos es algo muy difícil de mantener en el tiempo porque nos exige renunciar a muchas cosas, ir cediendo, no solo frente a la autoridad política, sino frente al resto de nuestros semejantes. Como ciudadanos tenemos derechos pero también obligaciones e incluso aquellos que pueden llegar a alcanzar un equilibrio favorable a sus intereses, lo normal es que desistan a mitad del camino.

Pero en el fracaso de nuestro ejercicio como ciudadanos, ¿no hay también una predisposición a dejarnos avasallar por nuestra parte? Se lo pregunto porque en el protagonista de «Un día llegaré a Sagres» se percibe un poco esa pulsión.

Es una pregunta interesante. Lo cierto es que muchas veces precisamos de una figura tutelar que nos allane el camino a la hora de enfrentarnos a aquellas exigencias que nos plantea el hecho de vivir en sociedad, dado el miedo que nos puede llegar a generar tomar decisiones por nosotros mismos. Desde este punto de vista, muchas veces resulta más fácil someterse a los dictados de esa figura que buscar la propia soberanía individual. Tener un pensamiento autónomo y expresar tus propias ideas es algo que te puede llegar a condenar a la soledad, a la incomprensión, lo más fácil es que ese empeño por salirte del redil te convierta en un apestado. Eso es un poco lo que le ocurre a Mateus que, además no tiene con quién hablar, no puede compartir con nadie sus anhelos, sus pensamientos. Es víctima de su propia debilidad.

Da la sensación de que, a través de este personaje y con esta novela, usted ha pretendido un acercamiento a las contradicciones que anidan en el alma de la nación portuguesa, ¿es así?

Es una novela que habla sobre los fundamentos de una civilización y sobre los horrores que anidan bajo ese aura de esplendor con el que solemos revestir la idea de civilización, que es un concepto que en sí mismo está lleno de contradicciones. En toda civilización podemos ver signos de injusticia, de segregación, pero, al mismo tiempo, existen elementos de una riqueza apabullante que tienen que ver con todo aquello que somos capaces de crear a través del idioma, de la cultura, del arte… A través de estas herramientas podemos contar la Historia no solo atendiendo a la retórica de los vencedores, sino dando voz a la gente humilde, a aquellos que no la tienen.

¿Ese es un deber que se impone a sí misma como escritora?

Más que un deber es un placer. Me gusta andar mucho por la calle escuchando las historias que cuenta la gente, especialmente la gente más pobre. Con el paso de los años me he dado cuenta de que en su lenguaje, en el modo en que se expresan, hay un acervo lingüístico que viene de lejos y que se ha mantenido a lo largo de los siglos. En parte porque en las clases populares no hay esa arrogancia y esa falsa erudición que caracterizan a los intelectuales poderosos que se creen los dueños del lenguaje y, como tal, del mundo.

Entonces, sus novelas, ¿caben asumirse como un ejercicio de empatía?

Desde que era niña siempre he buscado ponerme en el lugar de los otros, comprender qué es lo que ocurre en aquellos escenarios donde no suelo estar. De hecho, yo me crié en un colegio de monjas católicas alemanas y en mi predisposición de cuestionarlo todo, de criticarlo todo, ellas tenían mucho miedo de que acabase convertida al luteranismo (risas). Yo las tranquilizaba diciendo “no se preocupen que solo estoy intentando buscar mi camino”.

Ese empeño por encontrar su propio camino, su propia voz, es algo que también le aproxima a sus personajes, ¿no es así?

Completamente. Yo busco a mis personajes para expresarme a través de ellos. A partir de ahí lo que hago es conferirles una carnalidad, un carácter orgánico que consiga hacerlos creíbles y cercanos al lector porque, si carecen de humanidad, difícilmente podrá el lector acompañarles en su camino. Y luego, a la hora de conferir una voz a mis personajes que conecte su experiencia con la de los lectores, yo siempre parto de una máxima: «para ser contemporáneo hay que ser arcaico». Es decir, debemos de asumir que el camino que estamos andando ya lo recorrieron otros antes.

¿No cree que ese vínculo con el pasado se está perdiendo, que cada día vivimos más en la inmediatez?

Desgraciadamente es así. Pero eso se debe a una falla en la educación que nos hace ignorar a quién debemos aquello que tenemos. Incluso dentro de los ambientes literarios cada vez resulta más complicado encontrar escritores con formación clásica. Si no conoces la Historia de la humanidad no sabes nada y aceptas, sin ponerlo en discusión, todo lo que te pasa. Vivimos en la fantasía de que todo el saber lo tenemos a un clic y somos incapaces de tener paciencia para conocer en profundidad otros escenarios alejados de nuestra realidad inmediata.

¿Esa falta de conexión con el propio pasado, con la Historia, nos hace más susceptibles de ser manipulados?

Indiscutiblemente. Hoy en día todo es tan pasajero, tan volátil, que cuando despiertas por la mañana te has olvidado de todo lo que aprendiste la noche anterior y para crear pensamiento la materia prima es toda aquella información, todo aquel conocimiento, que has sido capaz de acumular a lo largo de tu vida. Pero, por desgracia, únicamente tendemos a utilizar una parte insignificante de esa información y eso nos hace más vulnerables.