22 MAY. 2022 La última poeta viva del exilio republicano Carmen Castellote, cómo estrujar el dolor para exprimirle belleza Carmen Castellote no sabía que a los 90 años le esperaba una segunda vida. A ella y a su poesía, el único artilugio capaz de «salvar al ser humano», afirma a modo de declaración de principios. «Hasta Heidegger descartó hace un siglo que la filosofía sirviese para eso, solo la poesía puede», añade. Así ha sido al menos con ella. Escribiendo ha construido la tabla a la que aferrarse en un océano vital itinerante, en el que el rumbo a menudo vino marcado por la trituradora de la Historia. Beñat Zaldua La última poeta viva del exilio republicano nació en 1932 en Bilbo, hija del militante comunista Ricardo Castellote y de la zeberiarra y futura cocinera profesional María Labat Zabala. Poco después del bombardeo de Gernika, en 1937, sus padres la embarcaron en el “Habana” rumbo a Leningrado, junto a otros centenares de niños de la guerra. Iban a ser unos meses, pero Carmen jamás ha vuelto a pisar Bilbo. 85 años más tarde, Wladyslaw Ricardo Wolny Castellote abre la puerta de una vivienda en el piso 14 de una torre situada en la colonia Tlalpan, en el sur de la Ciudad de México. Prohíbe al invitado hablarle de usted y le hace pasar a una sala con grandes ventanales en la que espera su madre, una mujer a la que resulta imposible calcularle 90 años. Esto no va a ser una entrevista, el pacto queda sellado desde el inicio. La casa anda revolucionada desde el “redescubrimiento” de la poeta: hace unos días pisó este suelo Luis García Montero, en calidad de director del Instituto Cervantes, y no son pocos los periodistas que ruegan por una entrevista. Castellote se niega de plano: «La poesía cura, pero la herida del exilio nunca sana del todo, uno la lleva dentro y no sabe cuándo va a salir». Hay todavía mucho dolor ahí dentro. La poesía es una manera de «estrujarlo y sacarle un poco de belleza», explica. «No quiero que hables de mí, habla de mi poesía», pide. Pero no es tan fácil, porque su vida es increíble, y porque su poesía habla de ella y de sus mundos; de los de fuera, a menudo crueles pero a veces tiernos, y de los de dentro, íntimos y ricamente poblados recovecos en los que se interroga constantemente acerca de una identidad que, desde luego, no debió ser fácil construir. Exiliada del propio exilio. Carmen Castellote guarda una memoria agradecida de los años que pasaron en la casa de niños de Jerson, en Ucrania. «Vivíamos en palacios restaurados, nos cuidaban a todas horas, vivíamos como reyes, éramos la novedad del lugar y todos querían estar con nosotros». La niña de entonces emerge mil vidas más tarde para recordar, como si fuera ayer, el dulce rojo que eligió en la tiendita en la que la invitó una niña de Jerson. La ciudad ucraniana ha vuelto a ser noticia este año por la ocupación rusa, que llevó a miles de vecinos a abandonar la ciudad. Castellote sabe bien qué es eso. En su caso fue la Segunda Guerra Mundial, y más concretamente la invasión nazi de Ucrania, la que irrumpió de un día para otro. Una segunda huída. Un exilio dentro del exilio, más duro si cabe, porque entonces lo perdieron todo, hasta las fotos de los padres. Esa herida todavía supura, por lo que es la poesía de Castellote la que habla: Estoy en un vagón de carga, hogar de ruedas, frente a esta guerra que mató las casas y enmudeció los sueños. Hacemos más chica la vida que nos queda, la estrujamos para que entre en la nave, que huye y hunde a la muerte. No hay un vacío para dormir. El primer poemario de Castellote, “Con suavidad de frío”, vio la luz en México en 1976 y ahora abre la edición de su poesía completa, publicada bajo el título “Kilómetros de tiempo” (Torremozas). Un recorrido tan bello como estremecedor a través de aquella huída, poblada por trenes, mares y ancianos «que atan sus raíces a la choza, como los firmes capitanes que hunden su barco aún vivo», porque «dos muertes no hay, mas una no es posible evitarla». La niña huye de la guerra mientras la infancia huye de la niña. El recuerdo de los aviones pisándole los talones, el hambre, la sed y las múltiples pérdidas marcan para siempre su biografía. «Nada puede apartarme de la guerra, de sus muertos escondidos en mi infancia. Y la vida nada sabe de este hoyo, abierto aquí, en mi corazón», escribió Castellote en 1976. Lo sigue firmando casi medio siglo más tarde: «Una mujer quiere barrer el nuevo día con su vieja escoba, y en la orilla de un colegio dos niños luchan mientras los otros ríen. Ya nadie habla de la guerra. ¿Qué hago con los muertos?» «Dicen que llegamos, ¿a dónde?». La huída los llevó a Tundrija, un poblado siberiano «que no aparece en los mapas», y en el que un vaso de agua en la ventana «se congelaba al instante». Dormían en el piso de la escuela, todos apretados, sin siquiera poder salir hasta que les llegaron ropas de soldado. «¿Habrá sol en algún sitio de la tierra? Nosotros somos el frío de una escuela de Siberia, que detiene la calle con su alfabeto mudo», escribe Castellote, que añade: ¿Cómo cabemos en tal cerrado frío? Sin colchones, huérfanos cuerpo y cuerpo, buscamos la última gota de calor, que se duerme en la sombra vecina. Pero también hay lugar para la ternura en Tundrija, aldea que la guerra dejó sin hombres, convirtiéndola en «un panal de mujeres» que la acompañan y cobijan todavía hoy en día, «en los inviernos, cuando el frío me alcanza con sus alas mayores». Hay palabras de amor para la izba, y hasta para el frío. También para el recuerdo de Rosa, que no regresó de aquel invierno lejano: «Y con todo y estar advertidos, con todo y que la guerra era asombro, fue tan nueva tu muerte». Una medalla Pushkin en el cajón. Acabada la guerra, regresaron a Moscú, donde Castellote siguió su itinerario académico y vital, con la casa de estudiantes como eje gravitatorio. Allí conoció a un joven polaco llamado Tadeusz Wolny, y allí se licenció y cursó estudios de postgrado en Historia, aunque siempre permaneció ligada a la literatura. Tanto que en 1987 recibió la medalla Pushkin como reconocimiento a un ensayo acerca de la literatura rusa. Tenía que llover mucho, sin embargo, antes de llegar a aquellos años. La vida se aceleró en 1957, cuando se casaron en la misma casa de estudiantes y se mudaron a Polonia, donde nació su hijo Wlady. No tenía ni dos años cuando volvieron a cambiar de tercio, pero esta vez rumbo a México. El agradecimiento a la Unión Soviética es eterno, pero no tanto el idilio. Castellote recuerda divertida cómo cada vez que les dejaban sin postre en la escuela amenazaban con escribir «al camarada Stalin, porque tamaña injusticia no ocurriría si él estuviera al tanto». El gesto se vuelve serio, sin embargo, al recordar que en ese mismo momento Stalin firmaba condenas como quien masca chicle. Explica que para ella el desencanto se materializó el día en que se hizo público el discurso de Nikita Jrushchov, sucesor de Stalin, sobre los desmanes de su predecesor. Pero para hablar del culto a la personalidad y del miedo que imperaba en aquellos años, prefiere echar mano del humor y rememorar un chisme que se contaba entonces y que situaba a Churchill y a Stalin parados en una carretera soviética por culpa de una vaca atravesada en medio de la vía. El premier británico quería conocer el secreto de la popularidad del georgiano y le conminó: «Adelante, demuestre qué tan grande es su popularidad». Stalin se bajó del carro, se acercó a la vaca y le susurró al oído. Inmediatamente, el animal se apartó y pudieron seguir la marcha. «¿Cómo lo has hecho?», preguntó asombrado el británico. «Le dije que si no se movía la mandaba a Siberia». México, el reencuentro. En México vivían, exiliados desde 1939, los padres de Carmen. Más de dos décadas sin verse. Embarcaron a una niña de 5 años en Bilbo, y recibieron a una madre de casi 30 en México. «El exilio rompe muchas cosas», rememora Castellote, quien sin embargo habla de su padre con un cariño infinito. Está presente, de hecho, en varios de sus poemas, con uno dedicado especialmente a él, con motivo de su fallecimiento. Lo describe como un hombre generoso, entregado y comunista ortodoxo, que fue dirigente del partido en el exilio. Rememora entre risas la regañada que le echó el día en que, todavía en Rusia, le pidió que le enviara un suéter bonito, que allá no podía conseguir. «No concebía que la burguesa de su hija pudiese estar echando algo en falta, ¡si yo vivía en el edén!», recuerda divertida, mientras brota de ella el cariño que le guarda a aquel hombre «bien vasco». Castellote se introdujo rápidamente, de la mano de su padre, en el círculo del exilio republicano en México, donde conoció a poetas de la talla de Luis Cernuda o León Felipe y trabó gran amistad con Juan Rejano, mientras trabajaba en la editorial Uteha. De hecho, es en México donde Castellote, con los cuarenta años superados y una vez engrasado un castellano en buena medida oxidado, empieza a publicar sus poemarios. En su obra es evidente la gratitud hacia el país de acogida, en el que la «acunan los volcanes» y se llega a sentir, a ratos, «una más entre las palmas». «Puse en tus hombros mi nostalgia y busqué la cumbre más próxima al miedo para inventar sueños en la altura», le canta a México. Tras “Con suavidad de frío” llegaron otros poemarios publicados en los años 70 y 80 –e incluidos ahora en “Kilómetros de tiempo”–, en los que Castellote indaga en su universo íntimo, habla de amor y deseo –«Hay en mi pecho un mundo, que es almacén de vida y de rumores», escribe–, sin olvidar constantes como el exilio, las interrogantes sobre la identidad, y el mar, «una casa sin puertas ni conserje». Y no preguntes por mi hogar sin mapa, por el árbol que durmió mis cabellos con su rumor de agujas, ni qué sol salpicó mi piel, ni qué pasaporte da fe de mis heridas. Pero también hay humor y poemas traviesos en los que se intuye una reconciliación con el propio recorrido vital, en los que quiere regresar al pupitre para «hacer sumas en la clase de español» y «aprender versos en la clase de Historia»; una invitación a «volver al asombro de unas piernas que crecían sin ayuda de nadie». La poesía de Carmen Castellote es un diálogo incesante entre un universo íntimo que ejerce de refugio y un regreso constante a una infancia que la marcó para siempre. Todo enmarcado en un compromiso inquebrantable con mantener viva la memoria del exilio, esfuerzo al que ve, emocionada, cómo se incorpora cada vez más gente joven. Castellote insiste en que no hablemos de ella, pero su historia merece ser contada. Prefiere que hablemos de su poesía, pero su poesía habla por sí sola: Tengo una infancia con escaleras al mar, estrellas a las que puse un nombre para que fueran ellas y un poco yo, un tren que puntual alarmaba el paisaje y el cartero que sacaba lejanías de un morral. En el duro oficio de estar forjé mi verso y solo fue fácil lo soñado desde mí. Carlos Olalla, el culpable «Él es el culpable de mi descubrimiento». Lo dice riendo, porque Carmen Castellote solo tiene palabras de amor y agradecimiento para Carlos Olalla, principal responsable de que estemos hablando de la última poeta viva del exilio republicano. Hombre de artes, actor y escritor, en 2018 Olalla estaba buscando material para preparar un monólogo sobre las mujeres y el exilio republicano cuando se topó, en internet, con tres versos sueltos de Castellote. Quedó cautivo, tanto de los poemas como de la aparente ausencia de cualquier tipo de información sobre la obra de esta niña de la guerra que, por lo visto, había vivido en México. Con lo poco que encontró escribió una entrada en el blog, y ahí fue cuando las redes, efectivamente, empezaron a hacer su magia. Un nieto de Castellote agradeció por Twitter a Olalla la referencia en su blog. Gratamente sorprendido, pero pensando que la protagonista habría fallecido hacía años, le contestó pidiéndole toda la información disponible acerca de su abuela: qué más escribió, dónde vivió, cómo fue ella… «No, no, lo que mi abuela quiere es que me dé usted su dirección porque quiere enviarle todos sus libros». La respuesta del nieto fue el inicio de una amistad transatlántica que ambos abonan con mimo y disfrutan con asombro por vía postal y telefónica. Este encuentro supuso también el inicio de la publicación de la obra de Castellote en el Estado español. En diciembre de 2019, Olalla recibió un paquete con todos los libros de la poeta, con numerosos inéditos, y con un tesoro en forma de fotografías de su vida, algunas de las cuales acompañan este reportaje. La editorial Torremozas, especializada en rescatar del olvido la literatura escrita por mujeres, se hizo cargo de la publicación de la obra de esta autora del exilio republicano, cuyo eco apenas había cruzado hasta ahora el océano Atlántico. En enero de este año se publicó “Kilómetros de tiempo”, su poesía completa, y este abril vio la luz “Cartas a mí misma”, un libro en el que conversa con la niña que fue y que la sigue habitando. De forma paralela, Olalla ha estrenado un recital a dos voces y acordeón sobre la vida y obra de Castellote, que ha llevado ya a diferentes centros culturales. «Nuestro sueño es poder llevarlo a institutos, universidades y prisiones», explica, pero no está resultando fácil. «Me encantaría poder llevarlos a Euskal Herria», añade. Ojalá estas líneas hagan también su magia.