Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Caer bien

En las películas de acción es habitual que veamos a los personajes recibiendo todo tipo de golpes, saltando desde unas alturas peligrosas o a grandes velocidades sobre superficies rocosas, y escenas así. Hay toda una legión de profesionales en esos casos, que durante años se han formado y han ensayado para una tarea primordial pero ingrata: saber caer. A diferencia de los especialistas, nosotros tratamos de darle la espalda al ‘caerse’, como a tantas otras experiencias desagradables, no solo en el ámbito público, sino también en el privado.

El esfuerzo para mirar hacia otro lado cuando fallamos, el esfuerzo de padres e hijos para evitar el dolor del rechazo o asumir las limitaciones de la relación, el esfuerzo de las parejas para que la otra persona no se dé cuenta de lo que uno no puede darle, nos vuelve más débiles, no más fuertes. Curiosamente pensamos que si no se me nota, entonces no existe; si no lo noto yo mismo o nadie se da cuenta, lo que me duele no me dolerá. En ese sentido, la negación o la represión nos ayuda cuando no hay otra alternativa, pero no es suficiente como único afrontamiento de la vulnerabilidad intrínseca de vivir, de movernos, de compartir con otros seres humanos. Y entonces me pregunto: si caerse va a ser inevitable, ¿podríamos montar nuestro propio entrenamiento como los especialistas para saber caer? Ninguno de esos profesionales se arriesgaría a saltar de un coche en marcha si no confiara en el apoyo de los demás, en sus propios medios de seguridad o su fortaleza física y entrenamiento. Sería una locura. En nuestro caso, la caída suele suceder cuando nos precipitamos por un hueco: el que existe entre la expectativa y la realidad. Al intentar saltar de un borde a otro, el viento, el error de cálculo, la falta de fuerzas, y mil otras variables pueden hacer que las cosas no salgan como teníamos previsto y nos precipitemos al dolor, a la decepción e incluso a la desesperación. Entonces, si no estamos entrenados a caer, realmente nos podemos hacer daño.

La falta de costumbre y de integración de esta realidad nos genera estupefacción y olvido. Es como si nos sorprendiera que también para nosotros existe esa gravedad, esa corriente de aire o ese charco de aceite justo en el pedazo de firme sobre el que tomamos impulso. Olvidarnos de esta realidad que nos ata a la tierra y nos iguala a todos nos pone en riesgo. Así que quizá necesitemos entrenarnos a fallar, a sentir la incapacidad, la decepción, los propios límites cuando la naturaleza social o física nos eche el freno; y hacerlo sin que el drama nos anule, sin que la ilusión de seguridad que nos hemos construido anule nuestra capacidad para levantarnos y seguir, sin sentir la vergüenza por algo que todos vivimos antes o después, sin tener que enarbolar la indignación para no sentir la vulnerabilidad, ni anticipar la crítica de los demás si nos ven despanzurrados en el suelo de una ruptura amorosa, un despido, una decepción o un acto fallido.

Necesitamos para ello integrar esa faceta nuestra que queremos desterrar a veces, en la que no brillamos tanto ni somos exitosos o invulnerables. La tentación de armarse con la coraza de la soberbia para no sentir vergüenza es grande al sentirnos trastabillar, sin embargo eso tensa el cuerpo y limita los movimientos; y nos divide por dentro. Preguntarse cosas como, ‘¿Qué puede pasar si me ven fallar? ¿Quién va a quedarse a pesar de todo? ¿Con qué y quién puedo contar?’, o darse el permiso de crecer y aprender en lugar de esconder el fallo bajo la alfombra, de convertirse en alguien mejor, de afinar más, nos da por un lado la seguridad de lo que tengo y por otro convierte la ansiedad en acción, en un nuevo intento en el que yo estoy bien, en el que habrá siempre una nueva oportunidad sin riesgo de muerte. No matemos la parte de nosotros que falla porque eso nos hace vulnerables a la catástrofe, y es que la parte que falla es también la que intenta, la que sueña y se arriesga; la que tiene la esperanza.