Mikel Insausti
Crítico cinematográfico
CINE

«Chronique d’une liaison passagère»

La historia del cine está llena de actores y actrices que se pasaron a la dirección y acabaron siendo grandes cineastas, como es el caso de Emmanuel Mouret. Empezó simultaneando el trabajo delante y detrás de la cámara en títulos como “Laissons Lucie faire!” (2000), “Vénus et fleur” (2004), “Cambio de dirección” (2006), “Bésame, por favor” (2007) y “Fais-moi plaisir!” (2009). Pero a partir de “El arte de amar” (2011) ya se concentró totalmente en su faceta de guionista y director, con títulos cada vez más relevantes, y así cobran importancia “Un autre vie” (2013), “Caprice” (2015) y “Lady J” (2018). Pero fue al cumplir los cincuenta años cuando nos regaló su obra de madurez, “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” (2020). Antesala de su mejor realización hasta la fecha, esta “Chronique d’une liaison passagère” (2022) que traemos a comentario, y que le sitúa a la altura de un gran estudioso de las relaciones amorosas como el maestro Éric Rohmer.

La crítica francófona ha llegado a decir que esta es la clase de película que haría Rohmer en nuestros días de seguir vivo. Lo podremos comprobar en su estreno a finales de este mes de marzo, presentada en su versión doblada con el título bien traducido de “Crónica de un amor efímero” (2022), que lo dice todo. Mouret se refiere con dicho resumen en el encabezamiento a la alergia al compromiso que define a las relaciones de pareja en la actualidad, sin entrar en si son abiertas o no, ya que se trata de recolocar el mundo heterosexual dentro de los nuevos parámetros, diferentes de los tradicionales.

Charlotte y Simon sufren el problema de reajuste coyuntural en primera persona, pues desde el primer momento se sienten condicionados, como si pusieran fecha de caducidad a su romance, de acuerdo con las tendencias imperantes.

Hablando de lo viejo y de lo nuevo, hay que distinguir que este amor pasajero o efímero es distinto del concepto de breve encuentro que proponía David Lean a mediados de los años cuarenta del pasado siglo. Entonces se imponía el puro romanticismo del amor que podía haber sido y no fue, de una pasión espontánea condenada a no tener continuidad o posibilidad de desarrollo.

Por el contrario, lo que les pasa a Charlotte y Simon es que se siguen viendo, aunque las dudas les llevan a vivir el momento sin plantearse un futuro juntos. Charlotte es una madre soltera recién separada y Simon es un hombre casado y padre de familia. Son los polos opuestos que se atraen, acabando convertidos en amantes.

Sandrine Kiberlain interpreta a una mujer más activa y liberada que su amante, por lo que no va a tener dificultades en terminar con el affaire cuando sea el caso. En cambio, Vincent Macaigne representa una tipología más sumisa, más dependiente y, por lo tanto, deja que ella sea quien tome las decisiones que haya que tomar. Le puede su ansiedad y paga el precio.

Pero como pareja participan de las mismas contradicciones entre lo que dicen y lo que hacen, entre lo que proponen y lo que realmente sienten. En contra de lo que tienen planeado, resulta que disfrutan cada instante en compañía el uno de la otra, y experimentan una gran complicidad y mutua compresión, tan rara de encontrar entre dos. Parecen condenados a estar juntos y, por alguna razón convencional, se resisten a ello.

La definición de “crónica” se ajusta a la perfección a las intenciones de Emmanuel Mouret, porque relata la aventura de Charlotte y Simon en forma de diario durante los meses que están juntos. La narrativa se desgrana en consecuencia a través de los sucesivos encuentros, recogidos siempre a través de una puesta en escena muy inventiva. La película es luminosa, gracias a la fotografía de Laurent Desmet, que capta a la pareja disfrutando de sus paseos al aire libre, respirando a pleno pulmón y viviendo la experiencia como si no hubiera un mañana. Se les podría incluso comparar con una niña y un niño que juegan a conocerse a una edad que pasará.