IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El mal menor

Nos duele lo que nos duele, eso nadie nos lo puede negar. El malestar, el sufrimiento, la preocupación o la molestia no son argumentables, del mismo modo que no lo pueden ser los deseos, las necesidades o los sueños. Carece de sentido justificar por qué uno o una ‘debe’ sentir esto o aquello, ‘debe’ dolerse de una manera u otra o ‘debe’ preocuparse más o menos. Sin duda, el darle sentido a la experiencia desagradable que tenemos, entenderla, poder predecirla, la cambia, e incluso lo hace radicalmente, pero nunca como resultado de la negación del malestar.

No sentirnos rechazados al ser criticados o no estar preocupados si tenemos miedo, sería como no tener hambre si no comemos o no tener sed al no beber. Sin embargo, sentir el malestar sin poder intervenir sobre él, sin notar tener ningún poder para sentirse de otra manera, se convierte en sí mismo en un agravante del asunto o incluso un nuevo problema en sí. De modo que las personas desarrollamos maneras de afrontar lo que tenemos la sensación de no controlar realmente. Es algo así como crear, asociado a esa primera vivencia que percibimos como irresoluble y desagradable, un problema de menor magnitud sobre el cual sí tenemos la sensación de poder actuar. Por ejemplo, a veces peleamos en las relaciones lo que no queremos dar por perdido, con la sensación de que la acción, la pelea, va a hacer cambiar algo que, en el fondo, ya no tiene solución; o quizá nos culpamos por no recibir algo que esa persona importante en el fondo no está dispuesta a dar. En ambos ejemplos tratamos de no enfrentarnos a una situación que anticipamos como terrible, por la pérdida de algo valioso que no depende de nosotros, de nosotras.

La lógica interna de estos giros es que «si el problema lo pongo en mí, al menos yo puedo hacer algo para resolverlo». Si yo peleo, me indigno, le exijo un cambio a la otra persona por su indiferencia, por su desdén o por su desinterés; si la persigo y ella me evita, tengo la sensación de ‘hacer algo’, de intervenir incluso cuando la otra persona decide dar un paso atrás. Si, en el otro ejemplo, me torturo por lo que no supe hacer, le eximo a la otra persona de su propia responsabilidad, evitando así llegar a la conclusión dolorosa de que esa persona simplemente no quiso. En ambos casos, a pesar de ser algo francamente desagradable, tanto la pelea como la crítica de uno mismo, son más controlables, nos dejan menos decepción o sensación de abandono que lo que realmente está pasando. Dicha realidad la percibimos con relativa rapidez, allá al fondo de la mente, pero su peso es tal en ocasiones, y nuestro temor o vulnerabilidad tan grandes que huimos de ella como quien aparta la mano de una llama cercana.

En este proceso creativo de minimización del impacto a través de un mal menor, hay otro elemento interviniente que puede hacer de esa defensa un nuevo problema: la soledad. En cualquiera de los ejemplos anteriores, si estamos bien acompañados, alguien podrá decirnos cosas como «déjalo estar, no trates de hacerle cambiar a la fuerza, eso es todo lo que vas a sacar de él o ella», o «por mucho que te sientas mal, él o ella tiene su parte de culpa, no es justo que solo seas tú quien asuma toda la responsabilidad; y escuchar estas cosas, si bien no tendrá necesariamente un efecto mágico, sí evita que vivamos a solas la escalada de estas conclusiones, al punto de que se nos conviertan en ‘verdades’, que después serán difíciles de contradecir. La soledad ante lo que nos cuesta, nos impide a menudo ver más allá de la esfera solitaria, es decir, la individual. Para poder ir más allá, de algún modo tiene que intervenir la otredad, la alternativa, la contradicción o la limitación de nuestros propios juicios a favor de otras opciones. Afortunadamente tenemos la capacidad de mitigar nuestros dolores incluso antes de ser conscientes de ellos; desafortunadamente podemos ser tan buenos en ello que creemos un dolor nuevo.