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EL BELLO RASTRO DE LAS HERIDAS

Lucinda Williams, la vida en canciones

Trabajados casi en paralelo, y publicados prácticamente al mismo tiempo, Lucinda Williams nos ofrece a sus setenta años un libro de memorias y un nuevo disco que funcionan como retrato de un alma doliente que, incluso desde su extensa y maltrecha experiencia, nos conmina a convertir la música y las palabras en un emocionante salvoconducto con el que resistir y enfrentarnos a las heridas depositadas por las experiencias vitales.

Azkena Rock Festival de Gasteiz, 2016. Juanan Ruiz | FOKU

Cuenta la leyenda, por boca de Nick Cave, que durante los instantes previos a una de sus actuaciones, Nina Simone se encontraba en un estado realmente calamitoso, pero solo necesitó sentarse frente al piano para resurgir hasta ofrecer un arrebatador recital. Algo similar tuvimos la suerte de experimentar con Lucinda Williams (1953, Lake Charles, Luisiana) durante su paso por la actual edición del Azkena Rock Festival, celebrado en Vitoria-Gasteiz. Su errática entrada en escena, consecuencia del reciente ictus al que se ha enfrentado, nos mostraba una frágil figura de escasa movilidad, necesitada de una pantalla para recordar las letras e incapaz ya de tocar la guitarra. Una debilidad física, sin embargo, rápidamente opacada por el manejo de una voz rebosante de emoción dispuesta a desplegar su apoteósico repertorio. Puede que estuviéramos ante la última oportunidad de verla sobre un escenario, pero lo que dejó claro es que una leyenda como la suya incluso cuando parece que está a punto de apagarse es capaz de emitir un deslumbrante rastro de belleza.

En Nueva Orleans. Archivo personal de Lucinda Williams por cortesía de la editorial Liburuak.

Muchos y variados pueden ser los motivos por los que alguien tome la determinación de enfrentarse al siempre impúdico reto de plasmar en un libro sus memorias personales: sentir la necesidad de que ha llegado el momento de dejar un testamento literario de sus vivencias; saldar cuentas pendientes o simplemente exorcizar ciertos demonios. Puede que haya algo de todas ellas en los estímulos que han llevado a la compositora norteamericana a publicar ‘No compartas con nadie los secretos que te conté’ (Liburuak, 2023), un recorrido cronológico por su existencia pero también una manera de confesar y desvelar las experiencias que han alimentado un estremecedor cancionero siempre sujeto, de una manera u otra, a un eminente tono autobiográfico. Una carrera discográfica que en paralelo a este libro se ha visto incrementada en un nuevo capítulo de explicito título, ‘Stories From A Rock N Roll Heart’. Bajo un ánimo celebrativo -al que contribuye la colaboración de diversos invitados- pero no exento de esos habituales turbios parajes donde también reside el alma, esta colección de canciones, que fluctúan libremente entre expresiones impulsivas y rasgado sosiego, ejercen a su manera de banda sonora complementaria a ese testimonio volcado negro sobre blanco.

LA HUELLA FAMILIAR

Bajo el previo aviso de estar ante una narración sin edulcorantes, lo que también afecta a un formato sobrio y de habla cotidiana, incluso deslenguada por momentos, es en la primera parte, la que glosa su ascendencia familiar, donde se significará dicha cualidad de manera más dolorosa y dramática, logrando al mismo tiempo borrar la distancia existente entre autora y lector para imponer un sigiloso pero rotundo diálogo entre confidentes. De esa forma nos es expuesta una infancia, perfilada bajo una endeble salud y la no menos precaria situación económica, plagada de hechos que más allá de su crudeza intrínseca se convierten en cicatrices que permanecerán indelebles en la memoria y en el sedimento creativo de Lucinda Williams.

El día de su boda con Greg, su primer marido. Archivo personal de Lucinda Williams por cortesía de la editorial Liburuak.

Puede que haber tenido unos abuelos extremadamente religiosos, más preocupados por invocaciones místicas que por la felicidad de sus allegados, no sea algo extraño para la época, pero no existe excusa humana que amortigüe el estremecedor relato de los abusos sexuales a los que su madre fue sometida por aquellos de su misma sangre, dejando en ella un grave problema psicológico -del que tampoco salieron ilesos sus dos hijos- que no solo desembocó en una total incapacidad para desarrollar su carrera de pianista, sino que la transformó, previo paso de una mezcla de medicamentos, drogas y alcohol, en alguien incapacitada para desplegar su manto afectivo. Al contrario sucedería con su padre, quien, mitigando esa tendencia dogmática con un posicionamiento ideológico progresista, significó un incondicional apoyo que, sumado a su reconocida labor como poeta y profesor de literatura, acercó el mundo del arte a una joven Lucinda que también heredó, de manera inconsciente, ese continuo nomadismo al que le obligaba su trabajo como docente. Una itinerancia que la cantante asumió como modo de vida, haciendo posteriormente que las carreteras, las giras y su cambiante lugar de residencia se convirtieran en un refugio de inspiración, y no solo creativa.

Unos más que evidentes desajustes familiares, en los que se incrustan episodios como la procaz tarea de preparar gin-tonics a los invitados o la convivencia con la joven novia -antes alumna, más tarde madrastra- que acompañaría a su progenitor, que sembraron en aquella frágil niña un irrefrenable sentimiento de culpa por ese paisaje disfuncional que paradójicamente, sin embargo, resultaría especialmente estimulante en el plano artístico. Y no sólo porque el círculo de amistades paterno incluyera nombres tan representativos como Flannery O’Connor, Nicanor Parra o Pablo Neruda, sino por la buena acogida que tuvo la siempre dramática decisión de dejar los estudios para involucrarse en el territorio del espectáculo. Un interrumpido currículum académico consecuencia, entre otros aspectos, de un posicionamiento político que, ya fuera en los convulsos escenarios latinoamericanos (Chile o México) donde residió o en la Nueva Orleans contracultural, cuanto más le acercaba a la solidaridad frente a las injusticias más lejos le situaba de las aulas. Una actitud beligerante que ha mantenido hasta el presente, como atestigua una de las piezas recogida en su más reciente repertorio, ‘This Is Not My Town’, desplegando un verbo incendiario contra aquellos que (mal)dirigen la coreografía de un mundo caótico.

En Chattanooga, Tennessee, actuando en 1992. Archivo personal de Lucinda Williams por cortesía de la editorial Liburuak.

GENEALOGÍA DE UNA LEYENDA

Todo músico lleva marcado en la memoria la adquisición de su primer instrumento. En este caso aquella guitarra que llegó a manos de Lucinda Williams en 1963 significó la puerta de entrada a un universo -en el que nunca ha dejado de habitar- consistente en dialogar y buscar nuevos lenguajes en el tañer de sus cuerdas, unos iniciáticos vocablos encaminados a interpretar pasajes folk, aprendiendo por ejemplo la técnica del fingerpicking, que le acercaran a referentes como Joan Báez. Prematuras devociones musicales iluminadas tempranamente por la voz de un músico callejero del que quedaría prendada y de quien tomaría el blues como forma esencial en su concepción artística. Un género que le enseñó a reflejar y a rasgar su alma sin necesidad de intelectualismos al mismo tiempo que le ayudaba a desprenderse de su eterno sentimiento de culpa promovido por su educación religiosa o de la rigidez de unas proclamas jipis que funcionaban en tantas ocasiones con igual sectarismo. Los versos vitalistas y lúdicos de unos primigenios intérpretes se erigieron como su propia biblia con la que buscar respuestas a una cada vez más desorientada situación personal.

Recorrer la adolescencia en plenos años setenta en Estados Unidos es un escenario que induce casi irremediablemente a sumergirse en la “dolce far niente”, oportunidad que Lucinda Williams no desaprovechó para, usando sus palabras, “darle hasta que se rompía la cama” o intercambiar sus primeros porros al ritmo de la música de Hendrix, los Stones, Jefferson Airplane o The Band, siendo sin embargo el descubrimiento que agitaría por completo su cerebro el álbum ‘Highway 61 Revisited’, de Bob Dylan, al que incluso más adelante llegaría a conocer en persona y que todavía hoy sigue invocando su figura en el tema que sirve de apertura de su último disco, un ’Let's Get The Band Back Together’ repleto de vigorosa fragancia sureña.

En un videoclip.

A pesar de que durante su estancia en Chile ya había realizado una considerable gira en formato dúo y en Nueva Orleans había encontrado algún garito en el que convertirse en su voz franquicia, es en 1979 cuando el esperado momento de grabar su primer álbum, ‘Ramblin' On My Mind’, llega bajo el cobijo del sello Folkways, debut conformado por versiones de temas tradicionales al que le seguiría un vástago, esta vez con repertorio propio, de nombre ‘Happy Woman Blues’. Dos trabajos si no trascendentes para el mercado ni el público mayoritario, desde luego sí dignos de ser tenidos en cuenta al configurar el primer paso profesional de la que iba a ser una de las compositoras de rock más destacables en estas últimas décadas.

LA VIDA EN CANCIONES

La prueba fidedigna de que la obra de Lucinda Williams es la consecuencia directa de sus propias experiencias la encontramos en los recuerdos vertidos en este libro, donde rememorar su discografía es sinónimo de poner nombres y apellidos a unas vivencias íntimas tomadas como principal inspiración. Una cartografía de las heridas en su corazón que añade nuevas rutas en la que probablemente sea la canción más sobrecogedora de su reciente trabajo, ‘Hum's Liquor’, homenajeando la figura del miembro de The Replacements, Bob Stinson, uno de tantos héroes anónimos caídos en la muchas veces excesiva forma de entender la idiosincrasia del rock and roll. Todo un decorado de conductas extremas que inevitablemente iban a tener resonancia en la propia trayectoria de la compositora, dibujando un paisaje a su alrededor plagado de episodios traumáticos donde se acumulan adicciones, suicidios o expresiones de violencia. Y es que su atracción hacia aquellos individuos a los que define como “poetas en moto”, un término que por si no fuera lo suficiente elocuente lo aclara expresando su apego por pasar la noche hablando de filosofía y arte pero también por ser arrastrada hasta el dormitorio, suponía una apuesta por la exaltación difícilmente conjugable con la estabilidad; como tampoco lo era esa necesidad, vital y creativa, por cambiar constantemente de residencia, convirtiendo cada nuevo lugar en el que se instalaba en un inspirador mausoleo desde el que brotaban sus composiciones en paralelo a las diversas uniones afectivas que entablaba.

El retrato de su carrera musical difícilmente puede delinearse bajo renglones rectos, tener que lidiar en un mundo de hombres siempre dispuesto a expresarse con condescendiente desdén y su elogioso empeño por generar un propio estilo, sujeto a variaciones que respondieran a un constante anhelo de reinventarse, cosechó reiteradas negativas a la hora de buscar un encaje a su propuesta, tantas veces tildada de demasiado roquera para el country y demasiado country para el rock. Pese a que la llamada del poderoso sello Columbia -que le ofreció facilidades tanto en el ámbito monetario como artístico- con el fin de grabar una demo invitaba a creer en el salto cualitativo de cara a un tercer disco, éste solo llegaría tras atravesar una larga lista de rechazos, incluida alguna osadía como poner en duda la valía de temas que tiempo después serían de los más representativos, por ejemplo ‘Changed the Locks’, que sería interrumpida por el ofrecimiento de una casa alineada con los sonidos más duros: Rough Trade. Canciones contenidas en un homónimo trabajo que esta vez encontraron el rendido beneplácito de la crítica y el interés de una multinacional como RCA, de la que sin embargo pronto se desembarazaría dada la falta de rigor de su equipo técnico, capaz de preguntarle si ese ‘Blonde on Blonde’ al que tanto aludía se trataba de algún grupo emergente. Desligada de ellos, sería Chameleon, una filial de Elektra Records, la que acogería un ‘Sweet Old World’ que le seguía encumbrando y proporcionando giras cada vez más extensas. Un éxito al que le acompañaría la fama de problemática en su forma de trabajar, lo que en realidad no era sino el reflejo de su inquebrantable determinación por controlar su oficio.

En Azkena Rock a mediados de junio, poco después de sufrir un ictus. Raúl Bogajo | FOKU

EL TRIUNFO DE LA VETERANÍA

Si hay un disco icónico en la producción de Lucinda Williams, y pieza clave del sonido americano contemporáneo, es sin duda ‘Car Wheels On A Gravel Road’, un álbum que pese a su excepcional resultado tuvo una gestación especialmente dificultosa. En ese tempestuoso proceso creativo quizás el mayor terremoto vino propiciado por la falta de entendimiento entre Rick Rubin, factótum del sello American Recordings (encargado en un principio, luego truncado, de su publicación) y el guitarrista y mano derecha de su banda, Gurf Morlix, inclemente ante las sugerencias -finalmente adoptadas- vertidas por un equipo de trabajo en el que se incluía la propia Lucinda. A pesar de todo, hoy en día nadie puede poner en duda, pese a la ruptura definitiva y dolorosa entre dos viejos amigos, la decisión tomada. El éxito rotundo le llegaba acercándose al medio centenar de años, un aspecto que no sólo no frustró a la autora sino que espoleó su interés por abrir nuevos campos imaginativos, dotando a su posterior publicación, ‘Essence’, de un sentido más atmosférico e intimista, cediendo prioridad a los ritmos en detrimento de unas letras, ni mucho menos descuidadas, pero sí puestas al servicio de su esqueleto formal. Un climax emocional al que tomaría relevo un sustancialmente más directo y orgánico ‘World Without Tears’, correoso envite roquero pergeñado entre las largas carreteras y los episodios compartidos en los hoteles durante las giras.

Portada de su autobiografía.

Es precisamente durante ese momento de inspiración y de actividad frenética cuando le golpea la noticia del fallecimiento de su madre, una pérdida que desoló su espíritu aunque todavía lo hizo más tener que transigir ante la decisión de enterrarla junto a los miembros de su árbol genealógico, el mismo que había generado incontables cotas de sufrimiento en ella. Un hecho que nunca ha dejado de retumbar en la conciencia de su hija, y que, como no puede ser de otra manera, alimentó el agrio latido de muchas de las canciones enclavadas en ‘West’. Es durante esos primeros años del siglo XXI cuando conoce a su marido actual, Tom Overby, quien rompía la tradición de su fijación por esos “bardos motorizados” para entablar una idílica relación que se mantiene hasta el presente y que en sus primeras citas incluso le llevó a conocer a Bruce Springsteen, el mismo con el que interpreta, entre la épica y la nostalgia, ‘New York Comeback’, integrado en su último álbum. Pero como si de una imposibilidad por librarse de ese manto fúnebre se tratara, nuestra protagonista es informada del padecimiento de Alzheimer por parte de su padre, quien fallecería pocas fechas después, con la consiguiente desolación. El surgimiento de la esperanza, alrededor de su nuevo amor, era contrariada por la pérdida de uno de sus anclajes esenciales. Como en tantas ocasiones, el cielo y el infierno emocional se habían confabulado para relacionarse de una manera demasiado íntima en la biografía de esta excelente compositora.

Ser conocedores de que este libro de memorias y su más reciente disco han sido realizados en un espacio de tiempo común nos induce a encontrar una desembocadura conjunta entre ambos. Porque si su álbum, en lo que es un homenaje nada velado a otro de sus ídolos, Neil Young, se cierra con una ‘Never Gonna Fade Away’ de melancólico paisaje crepuscular pero reclamando la necesidad de mantenerse en pie, el casi telegrafiado decálogo con que culmina su obra narrativa incita a convertirse uno mismo en el único dueño del destino propio, rechazando ataduras a credos, banderas o efigies místicas. Unas ácratas y liberadoras consignas en las que, si me permite Lu (a estas alturas de la relación confesional creo que hay confianza para el trato amistoso), haré una pequeña omisión en su cumplimiento para seguir proclamando el valor casi terapéutico de su música, convertida en ese necesario refugio donde citarnos para escucharla cantar, con desgarradora belleza, sobre las heridas de ese peligroso oficio que es vivir.