7K - zazpika astekaria

Refugios antiaéreos de Barcelona: un legado único de resistencia cívica y popular

La capital catalana cuenta con 1.322 refugios que cobijaron a miles de personas durante la Guerra del 36. Este es el número de espacios documentados hasta ahora, cuya existencia ha quedado sepultada hasta que entidades de memoria y personas a título individual han querido rescatar del olvido. Una retrospectiva, obra de la fotógrafa Ana Sánchez, nos acerca a esta realidad desconocida que, aparte de representar un modelo para la retaguardia europea a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, supone un testimonio extraordinario de la solidaridad que la ciudadanía de Barcelona supo tejer para hacer frente al horror desde el subsuelo.

Fotografias: (Ana Sánchez)

En el número 371 de la calle València, justo a la confluencia con el paseo de Sant Joan, se encuentra a seis metros de profundidad el refugio antiaéreo 95. Construido con una galería de mina, sus 350 metros de largo le convierten en uno de los más grandes de Barcelona. Está flanqueado por dos hileras de bancos, dispone de una cocina, una clínica, letrinas y varias estancias para salvaguardar los vecinos de la zona. Al entrar en él, Ana Sánchez quedó deslumbrada. «Sentí esta doble sensación de estar en un sitio único de protección y, a la vez, de miedo y fragilidad», comenta. El impacto que le causó el refugio construido en la Dreta de l’Eixample la llevó a indagar sobre su historia: supo que lo encargaron los vecinos y que, para mantenerlo en condiciones, se recabaron donativos semanales y la cuota variaba en función de si la familia aportaba también su mano de obra.

Tras visitarlo, Sánchez no dudó en retratarlo, consciente de que ante sus ojos tenía «esta memoria tan poderosa de la resistencia republicana y antifascista» que emergió para soportar las agresiones que la capital catalana padeció los tres años de la Guerra del 36. «Quería conectar lo que sucedía en el subsuelo con lo que ocurría en la superficie, y con esta intención, inicié mi trabajo documental». Un proyecto que, con interminables esperas burocráticas, ha condensado en el libro “1.322, una mirada fotográfica als refugis antiaeris de Barcelona”, donde muestra cómo quedaron 40 de estos espacios.

La curiosidad de Ana Sánchez no surgía de la nada. «Siempre me han atraído los procesos de reparación a través de la fotografía, y en mi caso, se añade la historia de mi familia». Nieta de andaluces, la represión que sufrieron sus abuelos en manos de las tropas franquistas fue determinante para adentrarse en este universo. Andalucía fue la primera zona en caer bajo dominio fascista, y allí se registró una fuerte persecución. «Al llegar a Barcelona, fue pasar de una tierra de fosas a una tierra de refugios, lo que me hizo preguntar qué escondía este patrimonio subterráneo». Un sistema de defensa pasiva que, gracias a la autoorganización ciudadana, salvó a miles de personas de morir sepultadas bajo los escombros.

 

Refugio de la antigua estación de metro, situado al lado del edifi- cio de Correos, entre la Via Laietana y el paseo de Colom. En la página que abre el reportaje se puede ver el subsuelo de la fábrica Elizalde, en el barrio de la Dreta de l'Eixample, que cobijó a centenares de vecinos.

RESILIENCIA ENTRE EL HORROR

Aparte de Sánchez, el trabajo ha contado con la aportación del historiador Xavier Domènech, comisario de la muestra que organizó la concejalía de Memoria Democrática del Ayuntamiento de Barcelona el pasado mes de marzo. Según Domènech, «los bombardeos son el eslabón de una larga cadena en el desarrollo del terror, pero la reacción de la ciudadanía es un reflejo singular sobre los valores de una ciudad y de sus gentes».

Cabe recordar que, durante la Guerra del 36, concretamente entre el 13 de febrero de 1937 y el 25 de enero de 1939, Barcelona fue sometida a un escarnio aéreo sin parangón en otros contextos similares. La mayoría perpetrado por la Aviazione Legionario que, bajo las órdenes del fascismo italiano y en colaboración con Francisco Franco, lanzó más de mil toneladas de bombas sobre la ciudad, lo que provocó 2.700 muertos y 7.000 heridos. Esta agresión aérea, que tuvo su momento álgido con el ataque realizado el 30 de enero de 1938 a la plaza de Sant Felip Neri -perecieron 42 personas, en su mayoría niños-, marcó un salto cualitativo en el modelo de ofensiva militar aérea.

Domènech explica que este modelo se desarrolla con la aparición de los primeros aviones diseñados para misiones de bombardeo, entre ellos el Bristol TB. 8 británico y el Caproni Ca. 30 italiano, ambos construidos en 1913. De hecho, el primer ataque no se registra hasta el 17 de diciembre de aquel año, lo cual conduce a una progresiva sofisticación de los aparatos, que permitirán a la Italia de Mussolini y a la Alemania de Hitler ayudar a Franco a imponerse en el frente y los principales feudos de resistencia antifascista.

En este contexto, Barcelona era un enclave de primer orden: al lado de la frontera, junto al mar y con una gran temperatura política (residieron al mismo tiempo el presidente de la Segunda República, Juan Negrín, el president, Lluís Companys, y el lehendakari, José Antonio Aguirre), la convirtieron en un campo de pruebas de la Segunda Guerra Mundial. «Se aplicó la técnica conocida como bombardeo a tappeto (saturación), que a partir de entonces entraría en la memoria mundial del horror». Su brutalidad la corroboró el mismo Benito Mussolini cuando, tras los bombardeos sobre Barcelona, se felicitó desde Milán del nivel de devastación que habían generado: «Decían que no pasaríamos y hemos pasado, los hemos masacrado».

Sánchez y Domènech coinciden en el hecho de que, si bien la capital catalana fue un laboratorio para la Segunda Guerra Mundial, puso de relieve una manera extraordinaria de resistir el asedio: a lo largo de la ciudad, y por iniciativa de la misma población, se formó una red de 1.322 refugios, principalmente comunitarios y, en menor medida, destinados a los empleados de fabriles, a lugares de trabajo colectivizados, para familias con jardines en sus casas o para los políticos que comandaban la República en aquella etapa de la contienda. Una amalgama de refugios que, a la vez que testifican la solidaridad popular que desató la guerra, constituyen un patrimonio cívico y arquitectónico único en Europa.

Un viejo orinal oxidado localizado en el refugio del Hospital de Sant Pau.

OBRA DÉBIL, INGENIERÍA INNOVADORA

Ana Sánchez ha analizado el papel que tuvieron los refugios como respuesta intuitiva a la necesidad de proteger a la población. Según la fotógrafa, encarnan un sistema de defensa pasiva que contrasta con los avances en materia de defensa activa que habían tenido lugar hasta entonces. «Demuestran la inteligencia colectiva que había detrás de estos espacios levantados con mano de obra débil».

Sánchez explica que, en casi su totalidad, los refugios fueron construidos por mujeres y niños, pues los hombres estaban en el frente de batalla, al mismo tiempo que contaron con la participación de maestros jubilados que, gracias a sus conocimientos, incorporaron técnicas constructivas tan relevantes como la volta catalana. Un tipo de bóveda que cubre el recinto por la cara de la superficie que forman el largo y el ancho, en vez de hacerlo por las otras caras gruesas.

La volta catalana, diseñada por el arquitecto valenciano Rafael Gustaviano, se incorporó en la inmensa mayoría de refugios que se abrieron en Barcelona. Es el caso de Can Robacols, ubicado en el barrio del Camp de l’Arpa, dentro del distrito de Sant Martí. «Mediante el sistema de galería de mina y volta catalana, cuenta con un amplio trazado que combina rellanos y escalones, así como un itinerario en zigzag para evitar que, ante cualquier explosión, la onda expansiva llegase al interior», comenta Ana Sánchez.

El mismo esquema tenían el refugio de la calle Ramon Batlle, en el distrito de Sant Andreu, en el cual se aprecia la volta catalana recubierta de cemento; el situado en la iglesia de Sant Miquel del Sants, dentro del barrio de Gràcia, en cuya cripta del antiguo templo se conserva la volta hecha con ladrillos rojos; o el refugio que los ciudadanos abrieron en los subterráneos de Can Mumbrú, la residencia del armador Ramon Mumbrú, en el barrio de Sarrià, que Gustaviano proyectó en 1980. Tanto se popularizó la volta catalana que, bajo el nombre de catalan vault, el arquitecto valenciano construyó los arcos y las bóvedas de la emblemática Estación Central de Nueva York y de la Biblioteca Pública de Boston.

Con esta técnica arquitectónica, los refugios de Barcelona adquirieron una solidez que se fue perfeccionando con el tiempo. En particular a partir de 1938, cuando el ingeniero Ramon Parera pasó a coordinar la oficina de la Junta de Defensa Pasiva de Catalunya, un órgano creado para tecnificar los refugios y recabar el máximo de información sobre los ataques aéreos. «Parera estableció los criterios para hacer más seguros los refugios: tenían que contar con dos accesos como mínimo, que la losa de explosión tuviera la medida adecuada para ser defensiva y disponer de un pozo de ventilación y un botiquín preparado para atender a los heridos». Ana Sánchez destaca que, de la mano de Parera, la Junta de Defensa Pasiva aportó los recursos necesarios para que estos espacios fueran más útiles y funcionales. «Son el testimonio de la respuesta popular a la guerra total que, fruto de la sabiduría de Gustaviano o Parera, protegieron a millares de personas en el subsuelo de la ciudad».

Cartel con las normas de uso del Refugio 307: «Aviso. Está prohibido que nadie puede ni debe estacionarse en el medio de los pasillos».

UN CRISOL DE MICROHISTORIAS

En esta cartografía aparecen tantas casuísticas como refugios quedan documentados. Cada uno tiene su propia historia, aunque la voluntad de Sánchez ha sido captar la situación en la que quedaron tras su último uso. «Podía haber trabajado con archivos o limpiar los espacios, pero he querido testificar lo que me encuentro». Las imágenes muestran la mirada artística de la fotógrafa que, mediante la cámara, reivindica la belleza sobrecogedora de este patrimonio reproducido en unos detalles que testifican las vicisitudes que tuvieron lugar en su interior.

«Las fotografías muestran túneles llenos de runa, raíces, ladrillos, cables oxidados, y también de lenguas de hormigón que a veces sellan sus entradas», afirma Sánchez. Allí encontró herramientas de cocina, un parasol, bolsas y, en una cantidad nada menospreciable, rótulos o pintadas que fijaban las normas de comportamiento que habían de cumplir sus residentes. Es el caso del refugio de la plaza de la Revolució, situado en el corazón de Gracia, del cual se conserva un pasillo, dos aposentos y la normativa que conminaba a los vecinos a mantener la serenidad y evitar discusiones de tipo político o religioso.

También bajo el Hospital de Sant Pau, que la Generalitat republicana requisó en julio del 36, se han rescatado cubos, latas y varias señales que corroboran la importante actividad que experimentó. Sin olvidar el refugio de Bernat Metge, en el distrito de Les Corts, subvencionado por la Junta de Defensa Pasiva en 1938, que en su galería de 140 metros llegó a albergar a 700 personas. Entre los objetos que quedaron intactos, destacan los cables trenados de la instalación eléctrica original, algunas latas y una botella de agua de Carabaña, un remedio depurativo muy popular en la época.

El refugio construido en el subsuelo del colegio Mare del Diví Pastor.

Todos estos detalles, inmortalizados con una luz cálida que reproduce la espesa humedad que se respiraba, «ejemplifican la perspectiva comunitaria con la cual se planearon los refugios». Un principio que Ramon Parera trasladó a Londres en vistas a que la capital inglesa organizara su propia red. Lastimosamente no lo logró: las autoridades rechazaron la propuesta pese a la opinión de técnicos e ingenieros, que sí valoraron la capacidad de los refugios de Barcelona de congeniar técnicas de gran calidad arquitectónica con una vocación de servicio comunitario.

Prueba de la robustez y el sentido colectivo de estos espacios fue el uso que tuvieron tras la guerra. Así ocurrió con el refugio de la plaza Tetuán, reconvertido en una escuela con biblioteca; el Refugio 307, del barrio del Poble Sec, utilizado como espacio de juego pero también para cultivar setas y albergar un almacén; o el de Can Rocabols, destinado a juegos infantiles y a otros usos comunales.

Asimismo, a raíz de las penurias que padeció la población, algunos se transformaron en infraviviendas. Fue el caso de los refugios situados en los distritos de Nou Barris o en Sants-Montjuïc. «Los que estaban escarbados en la montaña de Montjuïc fueron acondicionados por familias», señala Sánchez, para quien estas situaciones se enmarcan en el fenómeno del barraquismo, muy presente con la llegada de nueva inmigración en los años 40 y 50.

Pasadas estas décadas, y ya bajo el mandato de Josep Maria de Porcioles, alcalde de Barcelona entre 1957 y 1973, la ciudad asistió a la destrucción de numerosos refugios. Fue en el contexto del desarrollismo inmobiliario cuando, tras conocer que absorbían parte del hormigón con el cual se construían líneas de metro, tren, grandes edificios o párquings, Porcioles ordenó que se rellenaran de cemento. «No le interesaban para nada los refugios; solo buscaba que no le perjudicaran a nivel crematístico», recuerda Sánchez.

Refugio de la Junta de Defensa Pasiva de Catalunya.
ANTÍDOTOS CONTRA LA AMNESIA

Tampoco la llegada de la llamada Transición sirvió para que las instituciones recuperaran los refugios de Barcelona, más bien al contrario. «A partir de 1978, se impuso un modelo de olvido que apartara la lucha antifascista y el papel que tuvieron estos espacios del relato oficial de la ciudad», denuncia Ana Sánchez, para quien «escucharemos hablar de la Barcelona olímpica o de la modernista; pero no de la Barcelona resistente, que en la etapa democrática tan solo ha sido reivindicada por la sociedad civil y, en particular, por aquellos colectivos comprometidos con la memoria histórica».

Sánchez atribuye esta desidia a la continuidad de las viejas estructuras herederas del franquismo, para las cuales «es incómodo hablar de la realidad que tenemos en el subsuelo», si bien admite que, bajo los dos mandatos de Ada Colau, se emprendieron iniciativas para topografiar la represión. «La consejería competente fue muy activa con la recuperación de la prisión Modelo y otros proyectos relacionados con la memoria cívica democrática».

En cambio, con el nuevo equipo municipal, Sánchez no ve la misma voluntad, ni tampoco en la Fiscalía, muy tibia en exigir el cumplimiento de la nueva Ley de Memoria Democrática. «Solo la izquierda transformadora tiene un compromiso claro en recuperar y dar vida a estos espacios del pasado». Un deseo que, según la fotógrafa, continúa lejos de materializarse. Y es que, mientras en Londres han reconvertido los refugios en huertos urbanos o invernaderos, y en Berlín en escuelas de música o galerías de arte, en Barcelona únicamente tres han sido museizados y son visitables.

Refugio de la Fábrica Damm.

«En Barcelona hay documentados 1.322 refugios, pero no existe un censo oficial, pues algunos fueron destruidos, otros no llegaron a construirse y también hay para descubrir», apunta Ana Sánchez. Según ella, reivindicar «la lucha colectiva» que simboliza este patrimonio es un deber ético y democrático, para el cual reclama «poner nombres y apellidos a las víctimas» y, mediante la fotografía y otras iniciativas, «dar identidad a la resistencia con la mirada de las nietas».

En ese sentido, Sánchez prosigue su tarea, cuyo objetivo es lograr una foto completa de los refugios construidos durante la Guerra del 36 en el conjunto de Catalunya -también tiene previsto llevar su obra a Londres-, donde los folletos del Partido Comunista se inspiraban en Barcelona para recomendar a la población cómo protegerse de los bombardeos. Pese a todos los obstáculos, esta experiencia histórica, hoy intacta en el subsuelo, aflora en la superficie para hablarnos de la lucha, la solidaridad y la resistencia antifascista que se vivió en la Barcelona republicana.