Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Miedo a ser humanos

Las relaciones siempre han sido complejas, pero los grupos se han apoyado en ellas para hacer del mundo algo más manejable y amortiguar el impacto de la magnitud del mundo exterior sobre la fragilidad de un solo individuo. Como en una manada de búfalos, nuestras ‘manadas’ nos permiten descansar mientras otros observan, explorar mientras otros nos proveen, o sanar mientras otros emplean la vida en aprender a hacerlo para nosotros, para nosotras. Esos otros ‘búfalos’, con todas sus actividades de las que nos beneficiamos, nos dan la sensación de tranquilidad, de pertenecer a algo en lo que confiar, donde poder descansar y crecer. Los grupos de mayor o menor tamaño hacen esto, nos permiten existir y dedicarnos a nuestras cosas, incluso aunque nos olvidemos de que existen; y mientras existan, ejercerán su función. La paradoja está en que los grupos, a su vez, dependen de nosotros, de nosotras, como miembros insustituibles para su naturaleza.

Sin individuos y sus relaciones, no hay grupos. Esta reciprocidad obligatoria nos hace indispensable participar de nuestros grupos para que estos nos puedan ser de utilidad de vuelta. A medida que la sociedad occidental al menos crece en sofisticación tecnológica, parece mermar su inversión en sofisticación humana. Más allá de lo demagógico que esto pueda sonar, la realidad es que los índices de soledad, ansiedad, depresión y aislamiento están creciendo, con algunos resultados francamente aterradores como el estado de salud mental de nuestros jóvenes o de nuestros ancianos. Mientras que los que estamos en el medio, sobrevivimos como podemos a base de autoexigencia. Sin saber muy bien cómo -aunque seguramente los sociólogos también tengan qué decir al respecto-, en la última década al menos venimos asistiendo a un miedo creciente a lo humano, bien por incomprensión o creciente intolerancia. Las diferencias entre grupos cada vez nos resultan más incomprensibles y por tanto rechazables, lo cual nos lleva a su vez a sentir mayor distancia y mayor incomprensión. Y, como sucede con cualquier ciclo, llegado un punto, parece imposible de romper.

Empieza a ser urgente crear espacios informales donde poder defender los recursos propios de los grupos, imprescindibles para la supervivencia. Es urgente para los jóvenes poder confiar en sus grupos porque, si no, tendrán que confiar en quien diga que les comprende. Es urgente que las personas en edad de trabajar, de formar una familia, ejerzan su participación en la construcción de un futuro en el que quieran que vivan los que vienen detrás, igual que es urgente reconocer, agradecer y aprovechar el conocimiento de las generaciones que vinieron primero. Y sí, recuperar el gusto por las relaciones, por el uso del espacio público, por ser vistos en la interacción, por la celebración y por la solidaridad en sí misma, puede ser más revolucionario de lo que pensamos.