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PSICOLOGÍA

Volviendo a los básicos

(Getty)

Uno de los secretos para que las relaciones humanas fluyan y cumplan su función radica en el ritmo. Por un lado, el ritmo externo: que cada parte tenga el tiempo de explicarse. Y por otro, el ritmo interno necesario para que lo que se expresa realmente sea coherente con el propio deseo. Y es que, si no prestamos atención a estos ritmos, es más posible entrar en un devenir reactivo, rápido y emocionalmente escaso, que deje a las partes insatisfechas. Pararse a pensar o a sentir lo que realmente estamos queriendo en ese momento de intimidad, es un básico. Un encuentro puede no cambiarnos, ser funcional, pero, aún así, es un encuentro humano.

Con intimidad no nos referimos solamente a las revelaciones entre confidentes o grandes declaraciones sobre uno mismo. No. La honestidad es, en general, una de las formas de intimidad más relevantes. Es íntimo decirle a otra persona lo que no nos gusta, lo que añoramos, lo que se nos ha ocurrido; pero también es íntimo el silencio compartido, e incluso la evitación activa, que debe de tener una razón relevante detrás, aunque no la conozcamos.

Quizá por la velocidad de la cotidianidad, por el modo productivo con el que tratamos la vida en esta parte del mundo, o por el ensimismamiento narcisista, lleva su tiempo conectar y conectarse. Atravesar ese momento de incertidumbre para realmente hablar de verdad, pasa por no rellenar automáticamente el hueco de información con una interpretación. Todos tenemos algo que es muy importante para nosotros, pero que tratamos de evitar en cada encuentro, porque nos asuste, avergüence o nos entusiasme; un mundo interno, con sus luces y sombras, certezas y dudas, que desea expresarse ante algo de interés. Y es quizá esta intuición la que hace que a veces nos apresuremos a cerrar un asunto relevante prematuramente, quizá con frases lapidarias, con intransigencia o un acuerdo superficial: la intuición de que, si hablamos de verdad, «tu postura, tu necesidad, tu inseguridad, o tu deseo» me van a involucrar, me van a «contaminar», me van a hacer dudar; incluso, cambiar.

Sin embargo, cuando nos tomamos el tiempo suficiente para realmente escuchar lo que hay detrás de una reacción, cuando podemos pausar un poco nuestra respuesta preventivamente defensiva y empezamos a hacer preguntas simples -«¿a qué te refieres?», «¿qué quieres decir?»-, el miedo a ese cambio se diluye. Porque la reacción que nos asusta, al no verle sentido y quizá por su tono o su velocidad, empieza a tenerlo. Empezamos a ver que algo en el otro es diferente, que tiene también su lógica interna y no deja de ser la historia que esa persona nos está transmitiendo sobre lo que le importa. Y eso no significa que tengamos que estar de acuerdo, solo transmitimos y nos transmitimos un mensaje imprescindible para cualquier tipo de relación: «Puedes ser quien eres, conmigo; puedo ser quien soy, contigo».