04 AGO. 2024 PSICOLOGÍA Que el pie respire (Getty) IGOR FERNÁNDEZ Una de las preguntas más intrigantes como psicólogo siempre ha sido por qué las personas seguimos haciendo aquello que no nos conviene, nos da problemas o nos hace sufrir. Algunas personas tardan toda una vida en aclarar ese enigma, y otras, ante la incoherencia, terminan por incorporar dicho nudo a su forma de estar en el mundo. No es fácil mantener una personalidad líquida, o al menos suficientemente. Si bien, estamos diseñados para la adaptación, -y la fisiología de nuestro cerebro nos lo permite a lo largo de la vida-, la necesidad de crear patrones predecibles sobre el mundo y las relaciones, termina por caracterizar dicha adaptación, en un análisis pormenorizado del entorno, en busca de nuestro lugar en él. Una vez que logramos entender lo que nos rodea, focalizando nuestra atención en las características del entorno que sean más relevantes para nosotros, para nosotras, se estrecha el enorme panorama inicial. Por ejemplo, si llegamos a un grupo nuevo, rápidamente buscaremos a quien nos mire con bienvenida o con rechazo, y de ahí, nos pondremos a actuar de una manera u otra, bien para cohesionarnos, bien para protegernos. Y, si es un grupo lo suficientemente relevante para nosotros, para nosotras, esa actuación, quizá incluso se convierta en parte de nuestra identidad. Mantener la personalidad suficientemente líquida como para adaptarnos sin perder la identidad, sin confundirnos, requiere de tener algunas cosas claras, cierta seguridad interna que nos permita luego ‘jugar’ a ser de esta manera o de al otra, en un contexto dado. Algunos de los elementos de esa base segura son los valores que tenemos, los cuales nos van a proporcionar una guía abstracta, aplicable a diversas situaciones; nuestra autoestima, que nos permitirá digerir los errores, las inconveniencias, y volver a probar; nuestra alegría, que nos dará la energía del deseo, para alimentar la curiosidad; o saber que tenemos relaciones satisfactorias, en las que se nos cuida, protege y estimula, a las que regresar si las cosas se ponen difíciles, o simplemente para volver a lo conocido. Y, desde ahí se puede saltar, crecer, arriesgarse y, con suerte, ampliar dicha base hacia lugares nuevos, cada vez más inesperados, o alejados, convirtiendo en conocido -por experimentado- aquello que una vez nos asustó o nos era indiferente. Y, con más suerte aún, después de ir y venir, de añadir a la identidad nuevos colores, nuevos matices o ideas, quizá podamos llegar a la conclusión de que ‘mi mundo’, tenga la dimensión que tenga es un lugar del que no temer. Así que, quizá, lo que nos nos conviene es algo así como unos viejos zapatos que hacen daño, pero que da reparo tirar. Y, siguiendo la metáfora, quizá empezar a ir de compras, probarse otros modelos, nos anime a cambiar definitivamente hacia algo que hoy sí que nos valga. Unas sandalias, por ejemplo, que para algo es verano.