31 AGO. 2015 KOLABORAZIOA Un viaje que dura demasiado Jesús Valencia Educador Social Ya están aquí. Quienes viajaron a lejanas tierras para disfrutar de sus vacaciones ya han regresado; queda deshacer petates, lavar ropas y reanudar las actividades habituales. En esta operación retorno no están incluidos los desterrados políticos, aquellos setenta paisanos y paisanas arrinconadas hace treinta años en algún desván del planeta ¿Qué ha sido de ellos? Apenas pisaron la tierra donde habían sido confinados, una necesidad perentoria les apremió: comunicarse con sus familiares y con algún abogado. Con los primeros, para hacerles saber que seguían vivos y con los segundos, para emprender acciones legales contra la medida. No fue tarea fácil; llegaban en calidad de penados y la percepción respecto a ellos fue muy diferente en los respectivos países de «acogida». En Ecuador, fueron considerados terroristas y encerrados en las dependencias de un gigantesco cuartel; la soldadesca se acercaba a observarlos con la curiosidad que despierta un zoológico. En Sao Tomé, merecieron a su llegada el tratamiento de «compañeros revolucionarios». En Togo, alojados en una vivienda reservada a militares franceses, soportaron una pegajosa vigilancia policial; al Presidente de la República le habían prometido una jugosa gratificación si mantenía bajo control a las «ovejas negras vascas». Los legionarios franceses de Guadalupe no conocían la biografía de los deportados pero les daba igual; solo querían trasladarlos a Panamá y acabar la entrega con una francachela. En este país, esperaba a nuestros gudaris un alto cargo militar que los recibió en la escalerilla del avión con más deferencia que a los legionarios que los vigilaban. El traslado a Cuba fue negociado previamente con los interesados; la Isla les garantizaba cobertura de necesidades básicas y, sobre todo, seguridad. La pretensión de abrir un recurso penal contra los promotores de la deportación constituía un espejismo. Los confinados eran fichas inertes que podían ser utilizadas o recolocadas en el tablero diplomático de acuerdo a los intereses de los estados. Los derechos de los desterrados habían desaparecido en el momento mismo de su secuestro. Despojados de documentación y de identidad, eran seres sin pasado ni futuro; rehenes en hibernación que soportaron los zarpazos del Estado español sin más garantías que la voluntad arbitraria de los estados «acogedores». En el Ecuador, fueron torturados por policías españoles con la colaboración de los pretendidos «anfitriones»; en Cabo Verde, por el contrario, no consintieron que las alimañas españolas les atacaran. La «vida nueva» que hubieron de iniciar los confinados estuvo plagada de contradicciones: activistas frenéticos, fueron reducidos a la más desesperante inactividad; agentes políticos de primer orden, hubieron de actuar como observadores forzados de convulsiones políticas ajenas; quienes seguían siendo revolucionarios empeñados en cambiar el mundo no podían mover un dedo contra las injusticias que veían a su alrededor; patriotas que se habían jugado la vida no podían relatar su historia a gentes que no conocían ni la existencia de Euskal Herria. Con el paso de los años, sus vidas e itinerarios se diversificaron. Hubo quienes, asumiendo su situación como definitiva, se integraron en los pueblos a los que habían sido trasplantados; otros rechazaron la integración para dejar constancia de su permanente condición de confinados forzosos. Algunos murieron lejos de su patria sin haber podido regresar a ella con vida y otros, haciendo alarde de ingenio y audacia, rompieron el cerco en busca de horizontes más respirables. Unos se reincorporaron a la lucha armada encontrando en ella la prisión o la muerte; otros, tras cumplir las penas que les impusieron los tribunales españoles, se hallan en libertad. Algunos regresaron a Euskal Herria dando por supuesto que se habían abierto tiempos nuevos; lamentablemente, han constatado que el vengativo Estado español no entiende de amnistías. Todavía queda alguno –pienso en Alfonso Etxegarai– que sigue recluido en una isla remota sin ningún documento que acredite su identidad y le permita ser él. La brutalidad de la deportación sigue vigente; trastoca la vida de los afectados y de sus familias pero, en su pretensión fundamental, ha fracasado. No ha conseguido desvincular a los deportados del pueblo por el que se jugaron la vida y ha contribuido a internacionalizar tanto el conflicto como la catadura de los gobiernos españoles; si algún «acogedor» pensó enriquecerse con las gratificaciones que le prometió Felipe González, fue bien servido. Las Fundaciones y Museos memorísticos en ciernes serán un timo si no recogen esta canallada y los nombres de sus responsables. Pero el juicio de la historia no basta. Es tarea de todos acabar con el confinamiento y exigir la vuelta digna y segura de quienes quieran regresar a su tierra. Para ellos y para nosotros, será un gran día. Despojados de documentación y de identidad, eran seres sin pasado ni futuro; rehenes en hibernación que soportaron los zarpazos sin más garantías que la voluntad arbitraria de los estados «acogedores»