23 ENE. 2016 GAURKOA El imperio de la ley Iñaki Egaña Escritor Nuestro sistema solar se encuentra en un borde de la galaxia que llaman Vía Láctea, junto a otras 400.000 millones de estrellas. El Universo al que tenemos acceso alberga a 100.000 millones de galaxias. Multipliquen. Números extraordinarios que provocan vértigo. En el planeta Tierra, recordando que entre sus eras geológicas la nuestra es la que nos ha tocado en suerte, la estadística nos señala que, siendo animales vivos, lo razonable habría estado en nuestra especificidad, coleópteros. Es decir, por lógica, no debería estar redactando un artículo de opinión, sino enroscando bolas. Los escarabajos son mayoría, 375.000 especies distintas, 66 veces más especies que las de todos los mamíferos juntos. Y sin embargo, germinamos sapiens. La norma señala, nuevamente, que mi lugar de nacimiento debería haber sido China, cuyos habitantes son casi el 19% de la población mundial. Al menos en este siglo XXI. Si no chino, sí al menos asiático. Pero no es así. Rompiendo la lógica estadística, el que escribe estas líneas tiene documento de identidad español, aunque su voluntad sea otra. España, como Francia, no dan en absoluto trascendencia a la voluntad de sus vecinos, ciudadanos o pueblo, según el discurso, sino que integran su nacionalidad en el imaginario de un territorio. Nacer dentro de las fronteras de ese territorio es la cualidad indispensable. Esta nacionalidad recibe el nombre de esencialista. Algo así como una ley natural, alejada de cualquier «veleidad» razonable. Sabemos que la fe, la condición, la religión, la nación esencial, no son susceptibles de debate, no tienen que ver con la democracia, puesto que están por encima de ella. Las líneas rojas a las que aluden las fuerzas reaccionarias, aquellas que han construido su nación sobre la fuerza y la conquista. Este esencialismo inexplicable en un universo abarrotado de galaxias, esa trascendencia a un pedazo de tierra dominado por los escarabajos, ese mesianismo sobre España y Francia, conceptos que en realidad son criminales (¿cuántos “El Corazón de las Tinieblas” de Conrad podríamos replicar desde la cercanía?), tienen un recorrido argumental que me sorprende al estirar la cuerda. Los nacionalismos son perniciosos, provocan la división de la clase obrera, son excluyentes, germen de xenofobias, se nutren de fábulas históricas, edifican una mitología atrasada, renuevan el mito de la tribu, alientan las fronteras… ¡Cuántos relatos interesados! ¿Se refieren al nacionalismo español? ¿Al de Rajoy, Sánchez o Monedero? ¿Al francés? ¿Al de Hollande, Le Pen o Laurent? Catalunya ha dado luz verde a la composición del Parlamento que, según parece, guiará a sus vecinos hacia una república independiente. En el plazo de 18 meses. Es la voluntad de los grupos políticos que defienden la independencia, mayoritarios, ante la imposibilidad de numerarse por medio de un referéndum. El esencialismo español se ha enrocado en los argumentos que han conformado su naturaleza histórica. A los catalanes no les asiste derecho alguno. La voluntad política, el deseo de una mayoría, el derecho a decidir… son descartados de manera irracional. La patria no está en discusión. Si uno llega al mundo en el que ahora llaman antropoceno y tiene la «fortuna» de hacerlo en forma de mono ilustrado entre Pirineos y Gibraltar, su destino está decidido: español. Y para avalar esta ley natural, nada que ver con el contrato humano, la única razón que discurren unos y otros es la de hacer valer el «Imperio de la Ley». ¡Cuánta bestia con corbata! La vía de desanexión catalana es tratada como un «desafío». La justicia como un imperio. «El Imperio de la Ley», frase que ya de entrada apuntala una palabra que nos acerca al colonialismo, a la imposición, al sombreado castrense de las cuestiones jurídicas, apareció recientemente con la firma del hoy rey emérito, el Borbón de safaris y orgías haciendo honor a su apellido. La constitución española vigente ya alumbraba en el preámbulo que su objetivo es «consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular». Así, escrito como está, da un poco de miedo. Ante ese nacionalismo esencialista que ya no tiene a Dios, al Cid Campeador, a Viriato o a la raza de Paco Gento, Mariano Haro y Perico Delgado para vindicar, el argumento contra esa nación por voluntad que reclama Catalunya, o en nuestro caso Euskal Herria, es la Ley, su cumplimiento. Su imperio. ¿Qué ley va a construir un sistema cuyo sostén se encuentra precisamente en el no reconocimiento del otro, en la negación de la alteridad? Se trata de una ley antidemocrática, que las hay por doquier como la historia cercana y reciente nos ha demostrado de sobra. El Imperio de la ley es el imperio de la corrección (corrupción) o, lo que es lo mismo, el uso de la norma como pretexto para determinar una situación política, para generar salidas antidemocráticas en una confrontación política perfectamente legítima. Estamos en 2016, en el borde de una galaxia que nuestros antepasados pensaban leche derramada de Hera, dando gracias a la madre naturaleza por no haber sido escarabajos y por disfrutar de la vida con conciencia. Hasta ahí. Porque en esa conciencia, lo inescrutable gobernado por la imposición de fuerza (militar) sigue siendo el quid de la cuestión. El Imperio de la ley, por muchas vueltas que le den los juristas, las webs sobre derecho, las interpretaciones académicas, sigue siendo el imperio del más fuerte. No me voy a ir al Pleistoceno, sino a unas décadas más atrás para comprender hasta qué punto España es rehén de su naturaleza. De su naturaleza antidemocrática, esencialista. El Ejército español, que se creó tal y como lo conocemos en la actualidad al término de la Segunda Guerra Carlista, tenía ya entonces como «primera y más importante misión la de sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos interiores y exteriores.» En su reorganización de 1889, su finalidad primordial sería la de mantener la «integridad de la Patria». Después de la guerra civil, la Ley orgánica del Estado español señalaba, en su artículo 37, que las fuerzas armadas eran «la garantía de la unidad de la patria y la integridad de sus territorios.» Ya en julio de 1936 Franco, Sanjurjo y Mola, los jefes de la rebelión militar, habían dicho: «España es una unidad. Toda conspiración contra esta unidad será rechazada. El separatismo es un crimen que jamás tendrá perdón.» La Constitución española de 1978 volvió a recordar el papel del Ejército como garante de la «unidad española». Hoy, esa Constitución, que explícitamente cita al «Imperio de la ley», es la excusa para mantener ideas medievales. Hoy, esa Constitución, que mantiene en lo esencial las mismas frases y apartados sobre el «enemigo interior» que tomó fuerza con la independencia de las penúltimas colonias españolas, es la misma carta sagrada que hace unas décadas adoraban los sacerdotes del nacional-catolicismo. No dejo de maravillarme cuando en televisión, en revistas especializadas, en equipos punteros de investigación, en esa modernidad que nos acerca a la sustitución de la inteligencia simiesca por la artificial, encuentro trazas de científicos, de grandes hombres y mujeres que leen la vida en clave que hace unos años habríamos supuesto de ciencia-ficción. Literatos que conmueven, activistas comprometidos. Españoles y franceses a los que admiro profundamente. Y que, sin embargo, cuando la galaxia se difunde, cuando la tierra se hace seca, avanzan discursos tan rancios, tan pegados a una ley natural que no encuentro por ningún lado, que, al parecer, ni existe. Entonces toda mi admiración se desmorona. Son las hijas y los hijos del misterio evolutivo. Una parte de su cerebro aún defiende lo indefendible. Porque únicamente hay una respuesta. Que la voluntad es la clave, que la decisión es nuestra y que la esencia desapareció hace ya décadas en un vaso de disolvente lácteo. ¿Qué ley va a construir un sistema cuyo sostén se encuentra precisamente en el no reconocimiento del otro, en la negación de la alteridad?