Disculpe, ¿voy bien para Ítaca?
Tengo la impresión de que llevamos ya años en un escenario de trampantojo convertido en campaña electoral permanente, donde el tiempo parece haberse detenido, como en los anuncios de relojes, donde siempre marcan las diez y diez.
Los asesores de campaña lo saben: el votante tiene una memoria política muy escasa, tan breve que solo dura dos meses alojada en el cortex cerebral, lo que explica el olvido de promesas incumplidas, propuestas nunca planteadas y caminos no recorridos.
La memoria de significados, sin embargo, es otra cosa. Si coincide con algo que toca la tecla emocional, se queda en nuestro lóbulo temporal, hospedada como en un hotel de cinco estrellas. Eso me pasó en una de las últimas campañas, ya no sé cuál. Escuché a un político del PNV que aludía al viaje a Ítaca. Mira qué bien, pensé. Evocar el viaje de Ulises siempre es de agradecer. Llegar a Ítaca es el gran viaje humano en que el héroe sobrevive a naufragios, al cíclope, a las tormentas infernales, a los monstruos marinos y a los cantos de sirena. Lástima que, entre tanta metáfora donde elegir, el político Ortuzar optara precisamente por la imagen menos heroica, la de un Ulises que tuvo que ser atado al mástil de la nave para resistir las tentaciones de las sirenas. Le escucho ahora repetir la misma idea: para llegar a Ítaca, dice, no hay atajos ni aventuras. Y no se me ocurre forma más lacerante de destrozar la grandiosidad y el valor de la gran Odisea.
Perdone, ¿por aquí voy bien a Ítaca? Jamás se lo preguntaré a quien todavía sigue amarrado a puerto.