Cortesía de clase
No es moral burguesa. Podría ser incluso una cuestión de clase. Trabajadora. La cortesía es un tema de evolución. Hace ya rato que descendimos del árbol y caminamos erguidos. Y no fue sencillo; todavía no se habían pactado las normas de estilo: «Usted primero»; «no, por favor, baje de la rama usted antes».
Desde entonces no hemos dejado de perseguir al primo por la sabana con una quijada en la mano. Sin embargo, en los periodos de templanza se han afianzado fórmulas de cortesía. Por pura comodidad. O decoro. Ya no se lleva olisquearse la retaguardia en el primer encuentro, y hasta hemos aceptado el respeto al espacio físico del otro y su consideración como igual. De la misma especie, quiero decir.
La cordialidad es una expresión de empatía y hace más llevadera la vida en grupo. Detalles como saludar con amabilidad, dejar paso, no avasallar con impertinencias o hasta ese manido ejemplo de ceder el asiento hacen más acogedor el mundo.
Es curioso que lleguemos a añorar ese pacto lejano que tan poco cuesta y tan buenos resultados da. Caza más moscas la miel que la hiel. Sin embargo, es frecuente ver a semejantes –de la misma espe- cie, quiero decir, o parecida– abalanzarse en plancha como mandril en celo para arrebatar la mesa de la terraza, colarse a codazos, escupir a centímetros del vecino, entrar empujando al que sale o gritar por encima como si no hubiera mañana. Por no hablar del por favor o de las disculpas. Eso es de políglotas.
La convivencia puede ser un inconveniente. Pero aún más si el prójimo sigue rascándose la oreja con la pata trasera. Es una cuestión de evolución.