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«Que dios nos perdone»

Un policial inyectado de realismo sucio


Resulta gratificante comprobar que el cine de Enrique Urbizu ha creado escuela, y que el fenómeno generado ahora mismo por la ópera prima de Raúl Arévalo “Tarde para la ira” no es una casualidad. “Que dios nos perdone” es otra más que interesante confirmación de que se puede, y de que Rodrigo Sorogoyen viene a sumarse al cine de género hecho con las entrañas. Su segundo largometraje en solitario es un duro policial inyectado de realismo sucio, y que no evita el trasfondo social del hervidero en que se convirtió Madrid en el 2011, al coincidir las manifestaciones del 15-M, las protestas por la crisis económica y la visita de Ratzinger, mezclándose religión y política. En medio de una coyuntura tan caótica estalla una violencia soterrada, que las autoridades tratan de ocultar por la naturaleza perturbadora de unos crímenes atroces cometidos por un depravado asesino en serie. A los de homicidios el caso les viene grande, porque en términos puramente ficcionales parece sacado de un oscuro thriller de David Fincher. Claro que de la investigación va a encargarse una pareja de agentes, cuyos traumas mentales no desmerecen de los del hombre al que buscan. Son lo más opuesto a los protagonistas de las habituales buddy-movies, y es mejor dejarlos simplemente en tipos inclasificables.

La dupla interpretativa formada por Antonio de la Torre y Roberto Álamo es insuperable, y me confieso incapaz de valorar o apreciar cuál de los dos lo hace mejor, porque ambos están inmensos. Tal vez de Antonio de la Torre se pueda esperar siempre algo así, aunque en honor a la verdad nunca deja de sorprender, gracias a un repertorio inagotable que le impide repetirse a sí mismo. Es por ello Roberto Álamo el que más impacta, en una caracterización brutal, de las que te dejan temblando en la butaca. Si existe alguien así en este mundo, no quisiera tener que encontrármelo jamás. El suyo no solo se trata de un trabajo físico, porque sabe sacar fuera toda la rabia salvaje de alguien que está muy, pero que muy roto como persona.

Se les ha rodeado de una figuración que está a la altura, y todo el reparto de ancianas en peligro es de mucho mérito, teniendo en cuenta el largo rosario de víctimas que el sicópata va acumulando. Otro tanto se puede decir de la ambientación, con muchos y variados escenarios que reflejan la cara menos amable de la sociedad en una capital ciertamente despiadada. Cada paso de la trama se convierte en una carrera de obstáculos, por no decir un vía crucis lleno de dolor. La sangre y el sudor se hacen uno, como si el calor del verano madrileño se pegara a los cuerpos heridos y violentados. Las dos horas de duración no hacen que el ritmo narrativo decaiga, salvo en un epílogo que supone un frenazo en seco. Ese desenlace queda un tanto descolgado del resto, temporal y espacialmente. Cambia hasta el clima, que se vuelve de repente gris y lluvioso. Un relato que hasta entonces se había tomado su tiempo, se contagia de unas prisas inoportunas que fuerzan un resumen final apresurado. Es una pena que el cierre no sea tan redondo.