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«Excusatio non petita, accusatio manifesta»


Uno de estos días pasados, el 14, hemos recordado el aniversario de la muerte de Jokin Alfonso y Espe Arana, dos miembros del colectivo de apoyo a los refugiados vascos en Caracas (Venezuela) que fueron ametrallados en su domicilio por tres mercenarios pagados con los impuestos de los españoles. Los vecinos identificaron a uno de los agresores: Jean Pierre Cherid. El mismo que hizo desaparecer a Jose Miguel Etxeberria, Naparra, cuyos restos se buscan ahora en un lugar identificado cerca de Mont de Marsan. José Amedo, en sus memorias, añadió al nombre de Cherid el de los otros dos esbirros: José María Boccardo, argentino, y Mario Ricci, italiano. Los tres participaron también en la muerte de Argala. Eran compañeros desde Montejurra, cuando atacaron al carlismo que, en aquella época, se salía del guión franquista.

Con la complicidad policial hispana, los mercenarios abandonaron Caracas sin haber cumplido el objetivo inicial: una matanza de refugiados que, precisamente, deberían haberse reunido en el domicilio de Jokin y Espe el día del atentado. Segaron las vidas de la pareja, naturales de Eibar, fueron trasladados a Paraguay y desde allí marcharon a Madrid para dar cuenta de su fechoría y cobrar lo pactado.

Era entonces embajador de España en Caracas un antiguo funcionario franquista, bregado en Filipinas y, a la muerte del dictador, representante de la monarquía española en Riad, la capital de ese reino corrupto al que, según cuentan, el emérito Juan Carlos Borbón y Borbón, debe gran parte de su fortuna. Se llamaba José Antonio Acebal Monfort. Desconozco si Acebal estaba un poco verde todavía para actuar como embajador de un Estado «democrático». Quizás. Porque a las pocas horas del atentado, la Embajada Española hizo público un comunicado sorprendente: «nosotros no hemos sido». Evidentemente el texto no era literal, aunque la idea era la que he transmitido. No tiene desperdicio la nota diplomática: «Es absoluta y totalmente falso que los servicios policiales españoles tengan algo que ver con tan execrable crimen». Añadió: «Es completamente falso que Euskadi esté en guerra con el Estado español, del que forma parte esencial». Excusatio non petita, accusatio manifesta.

La nota tuvo sus anexos políticos. Como en numerosas ocasiones, la difamación y la transmisión de una mentira sostenida en el tiempo. Jokin y Espe, que no eran refugiados sino lo que hoy en día llamaríamos exiliados económicos, habían sido víctimas de una pugna interna en ETA. O más aún, no cotizaban lo suficiente. El relato repugnante: Jokin había viajado a Euskal Herria un mes antes de su muerte para pagar el «impuesto revolucionario». Sin acuerdo, ETA lo ajustició. Una historia burda pero que no tengan dudas que con ese relato oficial que están reconstruyendo los funcionarios del Memorial de las Víctimas del Terrorismo ubicado en Gasteiz, volverá a aparecer. La empresa de echar balones fuera, vista de la perspectiva, puede parecer ramplona. Tanto ha llovido desde aquel noviembre de 1980 que la credibilidad diplomática y policial española está en índices similares a los de la congelación del agua.

Una vigente Comisión de Emigración del Congreso Español se desplazó a Caracas urgentemente. Formaban parte de ella dos representante de UCD, partido en el Gobierno español, dos del PSOE y uno del PCE. Los pilares de la Transición. Dieron una rueda de prensa conjunta con el embajador Acebal para avalar las tesis del «no fuimos nosotros». La credibilidad la aportaba Antonio Palomares, el delegado comunista, exiliado durante el franquismo, compañero de Julián Grimau en la reconstrucción de las células comunistas en clandestinidad y, tras su detención y como era habitual, salvajemente torturado. La parte de la declaración que le tocó recitar al comunista Palomares fue brutal: «No podemos negar que hay nostalgia del fascismo en el aparato policial del Estado español, pero sí negamos que este grupo que se responsabiliza de la muerte del matrimonio vasco sea un organismo de ese tipo. Hay un terrorismo internacional como el que existe en España, donde han sido detenidos recientemente ocho colombianos y argentinos, colaboradores de ETA».

Cuatro años y seis días después de la muerte de Espe y Jokin, en 1984, otros dos mercenarios a sueldo de los impuestos españoles, mataban en su consulta pediátrica de Bilbo a Santi Brouard. Luis Morcillo, uno de los dos mercenarios, se confesó autor material del atentado en 2014. Cuando ya había sido juzgado y absuelto del mismo. Así que hubo impunidad. El general Sáenz de Santamaría relató en sus memorias, transcritas por Diego Carcedo, que Julián Sancristóbal, director general de Seguridad, se mostró eufórico cuando recibió la noticia de la muerte del médico independentista. Amedo, en otra entrega de sus memorias, detalló la reunión en la que se decidió la muerte de Brouard, a la que asistieron, entre otros, Txiki Benegas, Alfonso Guerra y Ramón Jáuregui, en la actualidad portavoz del PSOE en el Parlamento europeo y entonces delegado del Gobierno en la CAV. Jauregi fue contundente: «Nuestro deber es buscar y detener a los autores y lo vamos a hacer con el entusiasmo y la responsabilidad que corresponde al poder público». El tiempo le quitó la razón. Unos días después, nuevo atentado, esta vez contra Jon Idigoras, que saldría ileso. Idigoras acusó a la Guardia Civil y el gobernador de Bizkaia le puso una querella por «difamación».

Cuando aún faltaban tres semanas para cumplir los nueve años de la muerte de Espe y Jokin en Venezuela, los cargos electos de Herri Batasuna que cenaban en el hotel Alcalá de Madrid antes de la sesión a Cortes del día siguiente, sufrieron un ataque en el que participaron tres mercenarios. Murió Josu Muguruza y resultó herido de extrema gravedad Iñaki Esnaola. El tercer objetivo era Jon Idigoras, que había salido ileso poco después del atentado contra Brouard. Instruido el sumario por el juez Garzón, sólo un inculpado fue condenado, el policía Ángel Duce. El otro autor material, Ricardo Sáenz de Ynestrillas o Juan de Dios Rubio, vaya usted a saber, y el tercero en discordia, el entonces guardia civil Felipe Bayo, condenado por los secuestros, torturas y muerte de Josean Lasa y Joxi Zabala, libres.

Duce, el único condenado en 1993 por la muerte de Josu Muguruza, ya disfrutaba de permiso carcelario en 1997 cuando sufrió, aparente y oficialmente, un accidente con su moto. Falleció al instante y también casi en un abrir y cerrar de ojos, fue incinerado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo. Cuando hace poco el ayuntamiento de Alcorcón subastó la moto de Duce, después de años en su depósito municipal sin que nadie la reclamase, las eternas dudas sobre esa credibilidad institucional se alentaron de nuevo. La moto estaba intacta, por tanto, la versión oficial contaba con, al menos, un agujero. En esa ocasión ni siquiera una excusatio non petita.

No tiene relación con lo anterior y sé que más de uno me lo reprochará. Pero estas «excusas no pedidas», o entradas al ruedo sin haber sido citado, se producen con asombrosa frecuencia. La última, y esa era la digresión, la del lehendakari Urkullu cuando Arnaldo Otegi recordó una verdad manifiesta, que agentes de la Ertzaintza también han matado. Se podrá tener ideología o no, ser del Athletic o de la Real, ser villano o héroe. No importa para constatar que cuando llueve nos mojamos, que cuando alguien que tiene armas de matar y dispara, efectivamente hay muchas posibilidades que la víctima fallezca. ¿Esta constatación es un insulto al pueblo vasco, como dice Urkullu? Excusatio non petita, accusatio manifesta, señor lehendakari. Deje de lanzar ese tipo de excusas a las que nos tienen acostumbrados los delegados gubernamentales hispanos. Rompa esa tendencia secular y compórtese como le exige ese «pueblo vasco» al que alude. ¿O es que la policía autónoma está asociada únicamente al partido en el que usted milita?