La plataforma GuraSOS dejó ayer a un lado las cuestiones de salud y se centró en los aspectos jurídicos del proyecto de incineradora, así como en el derecho a la participación de la ciudadanía, tan presente no hace mucho. Aspectos ciertamente importantes que refuerzan la impresión de que el proyecto cuenta con un impulso político que pasa por encima de cualquier consideración. Tal vez, cabría añadir al debate la cuestión de la rentabilidad socioeconómica del proyecto, más aún cuando la víspera la consejera del ramo, Arantxa Tapia, auguró un nuevo retraso en el TAV de cuatro años. El tiempo de construcción y puesta en marcha de estas grandes inversiones se considera un factor clave para la rentabilidad económica; y un excesivo retraso se estima razón suficiente para abandonar un proyecto y minimizar las pérdidas.

Resulta desconcertante que el sofisticado instrumental analítico que han desarrollado las entidades financieras para valorar los retornos de una inversión prácticamente no se utilicen con los proyectos públicos. Solamente en el caso de que haya que garantizar la rentabilidad al capital privado se examina la inversión: así ha sido con la incineradora que, a diferencia del TAV, será gestionada por el sector privado (y pagada por todos los guipuzcoanos). Es cierto que las inversiones públicas hay que valorarlas también en términos económicos, sociales o medioambientales, pero las administraciones públicas tampoco suelen hacen ninguna estimación de estos aspectos, más allá de la habitual propaganda sobre creación de puestos de trabajo.

El dinero público se gasta en este país con escasa evaluación técnica y sin rendición de cuentas sobre los efectos logrados. Este estado de las cosas nos lleva a concluir que las grandes obras en infraestructuras son un fin en sí mismas; su utilidad se agota en la mera construcción. Generan pingües beneficios a las empresas contratistas que se traducen en generosas donaciones, y nulos –cuando no negativos– efectos en la economía y la sociedad.