Django encadenado
Entre bastidores se palpan los nervios. Los artistas se miran los unos a los otros, entre ansiosos y atemorizados por ese gran momento que está al caer... pero que no cae. Lo único que llega en ese momento es el estruendo que sale del patio de butacas. El público, siempre tan respetable, se ha puesto a silbar y a dar puntadas contra el suelo enmoquetado del teatro. Cosas de la impaciencia; de ver que el espectáculo prometido se está demorando. Las malas lenguas han aprovechado este breve resquicio de duda para prender la mecha de los rumores envenenados. Que si se va a cancelar el show, que si la estrella principal está indispuesta... que si todo esto no es sino un presagio del fin del mundo. Hasta que llega por fin el artista al que todo el mundo estaba esperando, y claro, enmudece la platea.
Poco antes de mostrarse a su audiencia, el hombre ha recibido unas últimas muestras de apoyo por parte de sus compañeros de profesión. «¡Rómpete una pierna!», le ha gritado un camarada inglés; «¡Mucha mierda!», le desea otro tipo. Fórmulas todas ellas de una violencia y un desagradable intolerables en los ambientes refinados donde se mueve esta historia... pero al mismo tiempo perdonables, por la buena voluntad que emana de ellas. De desear suerte al artista va la cosa. De inaugurar la Berlinale hablamos. Se apagan las luces, se corre el telón y empieza la 67ª edición del festival de cine más importante de Alemania. Uno de los más importantes del mundo. Arranca contraviniendo el manual festivalero en lo referente a las películas de apertura, donde se estipula claramente que estas deben ser una clara ostentación de glamour.
Pues no. Por lo visto aquí en Berlín las cosas no funcionan así. El honor y responsabilidad de abrir el certamen se los lleva Etienne Comar, debutante en la dirección. Su ópera prima está protagonizada por Reda Kateb y Cécile de France (en un claro guiño al anti-glamour que estamos comentando), y lleva por título “Django”. Se trata de un biopic dedicado al músico gitano Django Reinhardt, sufrido testigo del horror nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Y ya. Todas las cartas sobre la mesa: «¡Mucha mierda!», se oye de nuevo en la platea. Y así transcurren las siguientes dos horas. Entre la prudencia de quien no quiere tropezar cuando justo está empezando a andar y la valentía de quien cree en el arte como mejor refugio (incluso arma) ante la barbarie.
Así es “Django”, el “Django” de la Berlinale. Un discreto ejercicio de cine de época, interesante sobre el papel (véase cómo el infierno vivido por el protagonista, en el año 1943, recuerda a horrores al actual drama de refugiados), pero demasiado autocomplaciente con la –innegable– corrección (formal, narrativa, de puesta en escena) en la que se acomoda. Queda el concepto, el de esa música que doma a las bestias, pero se echa en falta un verdadero impacto en la realización. Un producto noble, casi intachable, pero al que la cita le viene demasiado grande. «¡Mucha mierda!»... a modo de deseo para el futuro más inmediato, claro.