Adictos a la nostalgia
Entre pinchazo y pinchazo, Mark Renton y Sick Boy se concedieron un descanso y fueron a su parque favorito. Brillaba el sol en Edimburgo, y esto era una rareza que no se podía desaprovechar. Así que los colegas se despejaron, cogieron su rifle de aire comprimido y se dispusieron a afinar la puntería con los testículos de un perro. Mientras iban preparando el tiro, fueron filosofando. Que si Sean Connery aquí, que si Ursula Andress allá... Que si la conclusión a tanto rollo era que «todos envejecemos, dejamos de molar y morimos».
Era 1996 y por aquel entonces parecía que nadie molaba más que Danny Boyle, Ewan McGregor y compañía. El mundo iba a tener la oportunidad de acercarse a la obra de Irvine Welsh de la mano de una troupe escocesa dispuesta a remover el panorama cinematográfico de aquel entonces. Y así fue: “Trainspotting” fue un éxito descomunal que trascendió rápidamente la categoría de película de culto para alcanzar el nivel de hito generacional. La segunda parte, tanto por disponibilidad de materia literaria como por lógicas de la industria fílmica, era cuestión de tiempo.
De 21 años, para ser más concretos. Estamos en 2017, en la 67ª edición de la Berlinale, marco ideal para presentar (fuera de Competición) “T2: Trainspotting”, enésima constatación de que vivimos en tiempos excesivamente dominados por la nostalgia. Ya sea por desencanto con el presente o por pánico al futuro, el pasado parece el único refugio que nos queda. Lo que pasa, es que en este caso, el pretérito no se sabe si será una terapia de rehabilitación o, por el contrario, si supondrá la recaída total del paciente. Lo que está claro es que el pasado es droga dura. De efectos tan potentes como peligrosamente adictivos.
Ahí mismo está la panda de ex(?)adictos a la heroína: enganchadísimos a esa nostalgia que, dos décadas después, parece ser su única razón de existir. Normal, pues, que la mejor oferta de “Trainspotting 2” se concentre en el diálogo que propone entre un ahora y un ayer que literalmente comparten plano. Es aquí cuando Boyle nos inunda de nuevo con esas cascadas de imágenes marca de la casa y con ese ritmo discotequero igualmente característico. Un frenesí auto-prestado de otra época, y que a falta de renovarse, se consuela demostrando que aguanta el paso del tiempo. Lo demás sí que cede al desgaste. La historia contada no pasa de la excusa para correrse otra juerga, las ideas nuevas brillan irónicamente por la falta de frescura y las piezas sobre el tablero nos hablan, demasiado bien, sobre esto de hacerse de viejo. Y cuidado, el clan de la jeringuilla sigue molando... pero por aferrarse a los logros de antaño.
De vuelta al presente (qué remedio), un aspirante más al Oso de Oro: el franco-senegalés Alain Gomis hace honor, en “Félicité”, a su doble nacionalidad, firmando un trabajo de impecable dualidad identitaria. Medio-drama social, medio-drama íntimo, ambas facetas se presentan igualmente influenciadas por corrientes europeas y africanas, y se conjugan sin miedo a contradecir a sus respectivos manuales. Una experiencia ciertamente gratificante, tanto por su exotismo como por su cercanía (¿quién dijo mapas?), sin renunciar por ello a su autenticidad.