Aquel verano de 2013, en las bestiales entrañas de El Cairo
Tres años después del estallido de la Primavera Árabe, Egipto seguía siendo un aberrante desastre. Un estado en eterna fallida, incapaz de mantener el orden dentro de sus propias fronteras... quizás por su total negligencia a la hora de intentar comprender los anhelos y exigencias de su propio pueblo. Circunstancias adversas todas ellas, pero óptimas en la configuración de un polvorín que, claro, iba a estallar en cualquier momento. Y efectivamente.
Para su segundo largometraje, Mohamed Diab nos brinda un auténtico tour de force en la puesta en escena, firmando así la que fuera una de las sorpresas más agradables de la penúltima edición del Festival de Cine de Cannes.
La excusa y el contexto se mezclan a lo largo de cien intensos y asfixiantes minutos en los que la cámara nos encierra en un furgón policial, en pleno estallido, en el exterior, de la revuelta egipcia de 2013. Hombres y mujeres; jóvenes y ancianos... Periodistas, partidarios del ejército y hermanos musulmanes se quedan juntos (y revueltos) en un blindadísimo y claustrofóbico espacio que evidencia que aquello que nos separa no tiene por qué medirse en unidades de distancia. De prejuicios hablamos. Del miedo; del odio.
A la hora de elegir entre el documento histórico y la atracción (feriante) de género, el director opta por un punto intermedio... claramente inclinado hacia la segunda opción. Dicha decisión no se traduce en frivolidad poco respetuosa hacia la urgencia social del telón de fondo. La razón del éxito está en una apuesta formal muy bien aguantada, la cual consigue trascender el caos de las calles de El Cairo para llegar, de forma contundente y convincente (a pesar de algún tropiezo que delata una gestión algo artificial de la tensión), a la universalidad de un estudio sobre esa tan oscura e inevitable tendencia humana hacia el conflicto más visceral.