Anjel Ordóñez
Periodista
JO PUNTUA

Cibernegocio

En su “Diccionario histórico-político de Euskal Herria” (Txalaparta, 1996), Iñaki Egaña acierta de pleno en su entrada «Terrorismo» cuando asegura que «la manipulación semántica del concepto de terrorismo ha llegado a límites extremos, hasta el punto de que países como Estados Unidos califican de terroristas a todos aquellos que se oponen a su política e intereses». Pues hay un nuevo pistolero en la ciudad: el ciberterrorista. Los últimos ataques informáticos de carácter global a grandes empresas multinacionales e instituciones públicas de medio mundo han disparado todas las alarmas.

Aparentemente, los ataques persiguen un fin económico a corto plazo al encriptar y secuestrar la información para después reclamar un recate. Pero, al menos si hacemos caso a la versión oficial, a pesar del ruido son pocas las nueces y los hackers acaban llevándose apenas unos miles de euros. Sin embargo, consiguen poner en jaque a gigantes con pies de barro por la extrema vulnerabilidad de sus sistemas de ciberseguridad. Y, como consecuencia, generan inseguridad y confusión –«terror»– en una sociedad cada vez más interconectada y con una economía hiperdigitalizada hasta límites insospechados hasta hace solo unos años.

Vayamos un poco más allá y pensemos en las consecuencias. La primera es evidente, solo hay que seguir el rastro del dinero: empresas como la israelí Check Point, que acumula desde 2013 una rentabilidad en bolsa del 113%, se frotan las manos con cada noticia relacionada con el «cibercrimen». La segunda tampoco es un secreto: crece de forma exponencial el control de los gobiernos, especialmente los de las grandes potencias, sobre cualquier flujo de información digital. La que se ha dado en llamar «ciberinteligencia» tiene las manos libres para intervenir, de forma global y en tiempo real, en el ámbito privado de toda comunicación digital. Echelon, Enfopol, Carnivore y Dark Web, programas para el control exhaustivo del flujo de la información en cualquier canal y formato, son ejemplos de que, de facto, el derecho a la intimidad hace tiempo que dejó de existir, inmolado en el altar de «su» seguridad.