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Charlottesville y Turingia


Las sirenas y los insultos gritados de Charlottesville han resonado demasiado fuerte incluso aquí, en la lejana Alemania. Se requiere poca imaginación; conocemos muy bien esas caras brutales, desfiguradas por el odio, los insultos racistas y las amenazas. A veces incluso oímos las horribles palabras en alemán: ¡Sieg Heil!

Escenarios como ese, no sólo como ecos del pasado, se han convertido en una parte de la vida en la Alemania de hoy. Casi cada fin de semana, en algún pueblo o ciudad, hay marchas racistas y neonazis, con sus botas de campaña, sus banderas y estandartes temibles, tanto como los de Virginia. A veces, se trata sólo de un pequeño núcleo duro o de una reunión privada con canciones nacionalistas y reparto de panfletos sobre las cámaras de gas y la sangre judía. Pero otras concentran a grandes multitudes. Hace cuatro semanas, en Themar, una pequeña ciudad desconocida hasta ahora de Turingia, 6.000 personas se reunieron para un «concierto de rock». Uno de los patrocinadores, que dirige un restaurante cercano nazi, vendía camisetas con las siglas “HTLR”. El nombre completo es oficialmente tabú, pero, explica con una sonrisa torcida, sólo significan «Patria-tradición-Fidelidad-Respeto». ¿Quién puede oponerse a eso? O al precio de 8,80 euros –cuando todo el mundo sabe que 8 es la letra H del alfabeto, y 88 es el código de Heil Hitler!–. O “1933”–el año en que los nazis tomaron el poder. Es todo legal, autorizado por los tribunales. Incluso tienen un gran estacionamiento reservado.

Incluso ciudadanos con aspecto muy decente pueden participar en las marchas, como en Dresde todos los lunes durante dos años. «¿Racistas? ¿Nosotros? ¡Sólo queremos defender 'la cultura alemana' contra las incursiones de los islamistas!». Con consignas, canciones, solamente de vez en cuando con antorchas y armas. Se hacen llamar PEGIDA –«Europeos patriotas contra la islamización de Occidente»–. A continuación, un empresario joven y atractivo y un veterano y respetable profesor fundaron un partido: AfD –Alternativa para Alemania–. Algunos medios lo tratan con gran ecuanimidad –poco menos que de manera favorable– y pronto tendrá varias docenas de escaños en el Bundestag nacional; porque ya está representado en muchas legislaturas locales y estatales. Al igual que los hombres con botas o los cantantes con camiseta, sus principales electores, su programa básico es el «¡odio a los enemigos!». En Charlottesville los enemigos son a veces judíos, pero en su mayoría se trata de negros o musulmanes, pero siempre, si es posible, los más débiles, los más pobres –y de alguna manera diferentes: en el color, la ropa, o la fe–. Y en Alemania lo mismo: a veces son judíos pero sobre todo turcos o los recientes refugiados árabes, africanos, afganos. Una cabeza cubierta por el hijab es suficiente: «¡Un musulmán, un enemigo islámico!».

Mientras que la turba de Charlottesville se reclama de tradiciones como las de Robert E. Lee o el general Nathan Forrest para defenderlas, algunos alemanes tienen modelos más recientes. Este sábado en Berlín se cumple el 30 aniversario de la muerte del adjunto de Hitler Rudolf Hess, que «defendió sus principios hasta el final», como proclama una camiseta. La marcha nazi es para recordar el sitio (demolido), donde fue encarcelado. Se le rinde homenaje todos los años, pero esta vez, a lo grande, en Berlín. ¿Cuántos irán a la marcha?

Los antifascistas por lo general superan en número a los nazis! ¿Cuántos estarán allí para oponerse a ellos? Pero en ese pequeño pueblo aislado en Turingia soló se agruparon 1.000 para oponerse a los 6.000 neonazis. Como siempre, la policía trata de mantener a los dos grupos separados, pero de alguna manera a menudo parece proteger el derecho de paso de la disciplinada y ordenada manifestación nazi, arrestando sin dudarlo a los antifascistas rebeldes que tratan de bloquear su camino.

En comparación con Charlottesville, hay diferencias, pero también muchas similitudes. Ningún prominente funcionario alemán se atreve a alabar a los pro-nazis; Hitler, Hess y la esvástica son legalmente tabú, y no hay «bellas estatuas y monumentos» que ser rescatados.

Pero aquí también, no en Twitter, sino en medios muy respetables, hay hombres de Estado que no sólo denuncian a los pro-nazis, sino a los «extremistas de izquierda y derecha». Los «antifas» también son mala gente. A veces rompen ventanas y queman coches.

De hecho, este tipo de cosas ocurren de vez en cuando, y representan un verdadero problema, sobre todo porque existe la sospecha, en ocasiones respaldadas por los hechos, de que detrás de las máscaras y pasamontañas son no sólo se esconden indignados antinazis sino algunos gamberros, algunos borrachos y tal vez, tirando las primeras piedras o antorchas, algunos provocadores que sirven en bandeja a los medios de comunicación lo que necesitan mientras se ignora o se calumnia a la gran mayoría que se manifiesta para oponerse al racismo y el fascismo –y que pueden incluso, pacíficamente, rasgar una bandera racista o derribar una estatua aquí y ahí–.

Detrás de esas denuncias cuidadosamente redactadas «tanto contra la izquierda como la derecha», algunos ancianos supervivientes alemanes oyen ecos temibles, que les recuerdan el pasado de Alemania, con miedo y miran al futuro con ansiedad, no sólo para Alemania. Ellos saben a donde conducen esas botas, esos saludos fascistas, y esa «neutralidad».

En las elecciones en Alemania el 24 de septiembre nuestra Angela, de sonrisa sensible y buen carácter, siempre cariñosa con los refugiados y maternal con todos los buenos alemanes, parece muy probable que ayude a su partido a ganar de nuevo. Es de muchas maneras lo opuesto a Trump; incluso le contradice públicamente.

Pero, ¡oh, sus lugartenientes! Mientras que el ministro de Transporte Alexander Dobrindt se inclina ante sus amigos de una industria automotriz contaminante, el ministro de Finanzas Schäuble continúa exprimiendo hasta el último euro de los países más pobres del sur de Europa y quiebra toda resistencia. El ministro de Defensa Ursula von der Leyen pide mil millones más para la defensa, envía tropas a los desiertos de Mali, las montañas de Afganistán y, mucho mas peligroso, a las fronteras de Rusia, a un tiro de piedra de Kaliningrado y San Petersburgo. Ante cada nuevo escándalo de «respeto» de las tradiciones de la era nazi en su Bundeswehr, llama a una renovada purificación –que de alguna manera fracasa–. Y el ministro del Interior, Thomas de Maizière, después de falsos y distorsionados informes sobre los «disturbios» en Hamburgo, denuncia a los manifestantes, habla sólo de la minoría violenta y propone «exigir que se presenten ante la policía, periódicamente, y si es necesario, que se les obligue a llevar en el tobillo monitores electrónicos», mientras sigue ampliando la supervisión sobre todo el mundo: de la última llamada telefónica, del correo electrónico o de las visitas a un lugar público.

No, Alemania no tiene un equivalente exacto a la camarilla de la Casa Blanca; sus líderes tienen una educación excelente y sus discursos son prudentes. Sin embargo, las crecientes amenazas en ambos países son demasiado similares. Los peligros, especialmente si estalla alguna gran crisis, son motivo de alarma.

En ambos países –y en otros lugares– hay una oposición valiente contra este tipo de amenazas. Muchas organizaciones resisten al racismo, la represión, el rearme masivo y las provocaciones –y al sufrimiento de los afectados por las privaciones en el país o en el extranjero–. Hay muchos modelos heroicos en el pasado en Alemania y EEUU. Reforzar la unidad –siguiendo su ejemplo– es quizás la única llave para cerrar la puerta a las fuerzas del odio y al derramamiento de sangre, de Charlottesville a Turingia, desde Washington a Berlín.

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