De aguja
Existe demasiada mitología y leyendas sobre los tacones de aguja. A algunos su simple visión en un escaparate les provoca fantasías varias y excitación sexual. Filias sociales ampliadas por la literatura para leer con una sola mano. Y la moda. Pero siempre son una tortura refinada para quienes los llevan. Por devoción, moda o contrato. Cuando veo en ciertos lugares públicos a las empleadas trabajando, parece que por obligación, con esos tacones, me produce una desazón que inunda de pensamientos vindicativos mi proverbial buen carácter.
Por eso creo que es injusto que se critique a Melania Trump por ir a ver las inundaciones con finos zapatos de tafilete con aguja como para coser una red inmensa de sinrazones. Está en su contrato. No la pusieron a la sombra del hombre naranja para que le llevara los portafolios sino para lucir palmito. Y su imagen allí con un fondo abstracto de la desolación es una suerte de esperanza en negativo, un modelo para desactivar totalmente cualquier posibilidad de recuperación de algún valor ético de este presidente electo de la autoproclamada mayor potencia militar del mundo.
Algunos creen que es un signo de desprecio, de autismo social y político, pero ella sabía que no iba a mojarse, que no iba a pisar sobre mojado, que no la llevaban para ayudar a transportar a ancianas aisladas en sus casas, sino a hacerse una foto promocional con el impresentable. Y se puso sus mejores galas. Es un anuncio andante de justificaciones objetivas para luchar al capitalismo salvaje. Es como TVE que es un anuncio constante para pelear para mandar a Soto del Real a todos sus dirigentes y a los de la banda de Rajoy el olvidadizo. Hablaba Pablo Iglesias en el parlamento español y cortaron su intervención para ofrecer la asquerosa y antisolidaria tomatina de Buñol. Con dos tacones de aguja.