Crisis de identidad
Ahí estás, una vez más, en aquella situación que te mortifica en cada festival. «¿Qué hago aquí?», preguntas. Silencio. «¿Qué cojones estoy haciendo aquí?», gritas. Misma respuesta. A partir de ahí, empieza el tradicional descenso a los infiernos. «¿Esto qué es?», y también «¿Qué se supone que tengo que hacer?», y por supuesto: «¿Quién soy?».
Antes que enfrentarse a estos debates, hay quien prefiere poner pies en polvorosa. Marcharse de la sala sin mirar atrás; mucho menos hacia la pantalla. Esto es, recuerda, la Mostra de Venecia. Incomparable plaza donde año tras año se pasean los mejores directores del mundo con sus nuevos trabajos bajo el brazo... aunque claro, también queda sitio para aquellos autores que llegan a la cita con trabajos mucho más indignos, amparados estos bajo el endeble amparo del –supuesto– glamour. Y ahí estaban Javier Bardem y Penélope Cruz, explotadísima pareja dispuesta a abordar la sobreexplotada figura de Pablo Escobar. La pereza previa que despertaba “Loving Pablo” (la era “Narcos” ya cansa), se convirtió rápidamente en suplicio. El film de Fernando León de Aranoa es una producción carroñera; un producto a rebufo de otros muchos que, a diferencia de él, sí marcan tendencia.
El cártel de Medellín para dummies. A estas alturas, cuando creíamos saberlo todo sobre el narcotráfico de cocaína entre los años 80 y 90, va esta película y nos lo confirma. Ante nosotros, dos horas de insípido repaso de la lección aprendida. Una fastidiosa voz en off va subrayando continuamente lo obvio, quizás por falta de confianza en la inteligencia de la audiencia... o en la del propio director.
Para mayor desconcierto e indignación, “Loving Pablo” se suma a la cutrez generalizada de hacer hablar a toda latinoamerica como a Sofia Vergara en una entrega de los Globos de Oro. Ridículo no, vergonzoso. El desbarajuste lingüístico, que en ocasiones roza el racismo, a la larga se descubre como síntoma de una propuesta sin identidad propia. Así, normal que todo lo demás se hunda. Más allá de un par de escenas de acción bien ejecutadas (y de alguna que otra incursión involuntaria en la sit-com y la telenovela), pesan mucho más los desaciertos. El desaprovechamiento de Javier Bardem, el naufragio de Penélope Cruz, pero sobre todo la sensación de estar perdiendo el tiempo ante un déjà vu que ya ha perdido toda la gracia.
Por suerte, todo esto fue fuera de competición. En el concurso, el festival recuperó la entidad y, aún más importante, la identidad. “Ammore e malavita”, estallido kitsch melódico a manos de los hermanos Manetti, supuso un divertido alivio a otra moda de la ficción moderna. La Camorra napolitana se puso a cantar en un entretenido thriller criminal que supo jugar con las formas, las referencias y las imágenes para reivindicar, con orgullo y desenfado, la esencia italiano-sureña en un terreno (el del cine mafioso) de nuevo sobrado de personalidad.
Por su parte, Warwick Thornton convenció con un western de aborígenes y vaqueros. En “Sweet Country”, el hombre blanco se puso en la piel de lo salvaje, y el pueblo indígena, cómo no, en el de lo oprimido. A través del solapamiento continuo de flashbacks y flashforwards, el director plegó el espacio y el tiempo, meditando así sobre los deberes históricos aún por cumplir, y formulando, a la postre, un sombrío mito fundacional con la sangre de los olvidados como parte fundamental de la identidad australiana.