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JO PUNTUA

Hoy


Este periódico abre con una foto multitudinaria. No tengo duda. Vivimos en un país con una capacidad única de llenar la calle.

Tampoco tengo duda de la oportunidad ni de la necesidad de manifestarnos en masa por el fin de una política penal despreciable, además de no ajustada a los principios de reinserción y proporcionalidad que rigen el derecho penal internacional y que deben guiar a cualquier sociedad que quiera elevarse sobre sus peores instintos.

Y es que pocas cosas nos definen tanto como colectividad como la política penal. Nos dice cuáles son los límites que consideramos razonables y qué vamos a hacer cuando alguien los rebase. ¿Qué conclusiones vamos a extraer? ¿Cómo vamos a responder? Y si vamos a castigar, ¿con qué fin? ¿Y hasta cuándo? En la respuesta a esas preguntas se sabe no solo cómo somos las personas, también cómo son las sociedades.

La respuesta histórica del Estado español a estas cuestiones ha sido autoritaria, revanchista y sádica. Por eso, no se puede confiar en que tener la ciudadanía española nos garantice nunca nuestras libertades civiles y nuestro bienestar jurídico. Porque cuando puede, el Estado español ni nos trata con vocación de servicio ni nos mira de igual a igual. Se venga, se ensaña, se porta miserablemente.

Da miedo reconocerlo porque nos conecta con una vulnerabilidad difícil de gestionar. Pero estamos en manos de una oligarquía extractiva y abusiva que gestiona un estado subdemocrático. Cuando no nos maltrata activamente, nos conviene recordar que lo hará cuando lo crea necesario porque está convencido de que puede hacerlo y porque le ha valido en el pasado. No vivimos bajo un Estado que sirve, cuida o protege.

No lo olvidemos. Pero tampoco olvidemos que quien domina no convence y que quien nos odia, nos teme.

El Estado francés se mueve y al español se le recordó ayer que no es fácil someter a un pueblo, que no hay opresión infinita, que no hay inevitabilidad en la historia.