16 FEB. 2018 TEMPLOS CINÉFILOS Jornadas de perros Victor ESQUIROL El despertador suena a horas indecentes, el cielo luce unos tonos grisáceos depresivos y el café ni siquiera puede considerarse como tal. Berlín no cuida sus cartas de presentación. Mal empezamos. En el cine, no mejoran las sensaciones. La sala donde se va a mostrar la película inaugural se ha quedado pequeña. La organización se siente desbordada. A última hora se anuncia la celebración de una proyección adicional, pero ni así. Es como si todo el planeta quisiera entrar ahí, y claro, como no puede ser, los nervios se crispan. Prohibido no obedecer las consignas gritadas por el personal del multiplex. Está claro: el certamen comienza con un humor de perros... Hasta que vemos, por fin, la película de marras. Y todo cambia. De repente, queda claro que la 68ª edición de la Berlinale no podría haber arrancado mejor. El honor del pistoletazo de salida fue adjudicado a Wes Anderson, a quien vimos por última vez hará ya cuatro años, con la magistral “El Gran Hotel Budapest”, precisamente aquí, en Berlín. Y como si fuera ayer. Hoy, con “Isla de perros”, el director tejano reeditó el éxito de aquella última vez. Con medios distintos (pues cambió la imagen real por la animada), pero con las armas de siempre. Cada una de ellas (tantas, que no cabían en la rueda de prensa) con una efectividad apabullante, irresistible. Cada vez más afinadas; más afiladas. De hecho, como el propio cine de Mr. Anderson. La madurez con la que dicho autor llegó a la cita se vio plasmada en una fábula de apariencia infantil, pero de fondo muy adulto. Y muy complejo, y quizás por todo esto, muy estimulante. En un Japón imaginado, un despótico clan político ha decidido confinar a todos los perros del país en una isla-vertedero. Con esta decisión, los humanos se desprenden de su humanidad... Pero también incentivan a un grupo de intrépidos opositores (estudiantes y canes) a levantarse y luchar contra tamaña injusticia. Tan simple como suena. Y tan absurdo, pero a la vez, tan inspirado y, ya puestos, inspirador. Al esperable perfeccionismo estético de Wes Anderson, se añadió (como también cabía esperar) una gestión del contenido solo al alcance de unos pocos privilegiados. Resultado: una cinta prácticamente perfecta. Preciosa en las apariencias y valiente en el mensaje. Concebida para encandilar al niño y para dejar poso en el adulto. Es decir, la sofisticación, marca de la casa Anderson, convertida en arte puro. En el más reivindicable. Y al final (pero también durante la proyección) nos sentimos afortunados. Mucho. Por haber logrado entrar y directamente por haber logrado ver esta maravilla de película... En última instancia, por qué no reconocerlo, por estar en Berlín.