18 FEB. 2018 TEMPLOS CINÉFILOS Prisas, risas y lágrimas Victor ESQUIROL Al tercer día, a la Berlinale le entraron las prisas del mal escritor. Aquellas que intentan remediar en pocos días el drama de no haber juntado cuatro páginas en un año. Pasaron las dos primeras jornadas con la calma que requiere toda buena aclimatación, pero ya no. Hay mucha película por vender y muy poco tiempo para comprar. Y así fuimos: corriendo para llegar a todo. Y así le fue a Benoît Jacquot. Su nueva película, “Eva”, nos habla de un fraude. De un hombre que, por un macabro golpe de suerte, se apropia de una exitosa obra de teatro, escrita por un gran dramaturgo. Rehén de una fama que no le pertenece, intenta, infructuosamente, seguir en lo más alto. Pero no, la irrupción de una femme-fatale (encarnada por una Isabelle Huppert en el papel de ella misma) lo pone todo patas arriba. La película queda igualmente afectada. Durante la hora y media que dura, asistimos a un espectáculo esperpéntico: el de un director errando en absolutamente todas las decisiones. A nivel de montaje, de guion, de puesta en escena... El film desconcierta, más para mal que para bien. Más tirando al desastre que a la genialidad. Resulta tan gracioso (y lamentable) como ver a alguien dispararse, una y otra vez, en el pie. Y, de paso, a la lógica del relato noir... y ya puestos, a la necesidad de invitar a un autor tan perdido como Jacquot a un festival tan importante como este. Por suerte, las cosas volvieron a su cauce natural con Alexey German Jr. Sin tiempo para la digestión, nos metimos en la segunda propuesta competitiva del día. Fue “Dovlatov”, biopic del gran escritor soviético (a su pesar) Serguei Dovlatov. La experiencia se saldó en dos horas de cine ruso en estado puro. No apto para el público poco curtido, y muy gratificante en el reposo posterior. Fueron 120 minutos de puro despliegue técnico, de maestría en la gestión de multitudes y en el retrato de espacios abiertos. En esto y en ese nihilismo dialéctico marca de la casa, y caldo de cultivo para un sinsentido (lo llaman censura) omnipresente. Desesperante porque desesperante es la historia tratada. Esto es, la de un arte que, maltratado por las autoridades, se ve forzado a malvivir en el underground. A mendigar; a contemplar su propia decadencia. A reír de desesperación. Al final, sin apenas fuerzas para ni siquiera aguantar la vertical, apareció el héroe local, Christian Petzold, y nos dio el golpe de gracia. “Transit” es una película que parte de una idea brillante: una pirueta ucrónica que nos sitúa en un drama de antaño... llevado al presente. En la Europa actual, resulta que el fascismo reina en Alemania. Y se expande. Miles de ciudadanos germanos preparan las maletas y huyen de un horror con tintes apocalípticos. Petzold usa el escenario como potente llamamiento a la empatía. De repente, la crisis de los refugiados ya no es tan ajena. Lástima que poco después el asunto se enrede en las habituales vueltas melodramáticas de su autor. Sirven para encontrar calor humano en la tragedia colectiva, pero vienen con el efecto secundario de bajar, demasiado, las pulsaciones del relato. Buena falta le hacía al festival, no a la película.