Un día en el Palast
Por segundo día consecutivo, el interés mediático de la Berlinale lo capitalizó el fuera de competición. Con la carrera por el 68º Oso de Oro en estado comatoso, el festival fue a buscar (que buena falta le hacen) caras conocidas que alimentaran un poco el interés del gran público, que de esto también viven estas citas.
En aquel instante de necesidad, José Padilha volvió al hogar. El hijo predilecto brasileño de Berlín presentó “7 días en Entebbe”, con el prestigio y crédito que le daba una hoja de servicios repleta de victorias prestigiosas (el Oso de Oro de 2007 con “Tropa de élite”) y comerciales (“Narcos”, la famosa serie de Netflix). Se trataba de vender una reconstrucción de los tristes sucesos que marcaron el secuestro de un avión comercial, en 1976, en Uganda, con el conflicto israelo-palestiniano como motivación principal.
En realidad, el affaire se resolvió a través de la deformación más caricaturesca. Encorsetado por las necesidades del cine de masas (y a lo mejor, también por intereses más oscuros), Padilha se libró del ridículo con demasiada facilidad. Junto a él cayeron Rosamund Pike y, cómo no, Daniel Brühl. Títeres en un guiñol político esperpéntico, que si acaso podría rescatarse como comedia salvaje... si tuviera maldita gracia. Si en última instancia el director no se situara tan hipócritamente en el bando israelí. Las muertes hebreas pesan como una losa; las demás, no. El curriculum de gente tan siniestra como Shimon Peres o Benjamin Netanyahu se lee con un tono buenista (¿por perversión? ¿por maldad?) que hiela la sangre. Que deja en admisible a todo el conjunto.
Mientras, la competición se negó a calmar los ánimos. El noruego Erik Poppe revivió fantasmas modernos con “U - July 22”. Este drama de supervivencia nos hizo revivir el espantoso ataque terrorista de extrema derecha perpetrado en 2011, en la isla lacustre de Utoya.
El cineasta de Oslo lo apostó todo al plano formal. Ahí se impone una narración sujeta a un solo plano secuencia y a la angustia de un tiempo real que se eterniza. Los límites impuestos por el punto de vista mínimo (el de una de las víctimas de dicho ataque) favorecen un –terrorífico– factor inmersivo que, a su vez, incide en una indefensión que traspasa la pantalla. Ideal para prevenir el olvido, pero no tan deseable en lo referente a evitar tentaciones necrófagas, poniendo así en entredicho el verdadero compromiso hacia las víctimas de tamaño horror.
Al final, por fin, nos calmamos. Quizás demasiado. La jornada en el Palast cerró con “3 Days in Quiberon”, de Emily Atef. Un biopic dedicado a la actriz Romy Schneider, y concentrado en tres días de encuentro entre la vedette y un periodista. Ocasión perfecta (y no-desaprovechada) para que el cine alemán volviera a imponer su gusto por lo depresivo y lo plomizo. En realidad, no fue tan malo como parece. Merced sobre todo al potente guion, firmado por la propia Atef. Un texto certero y valiente en el abordaje de su complejo tema central. A saber: la relación de enfermiza dependencia entre la estrella y sus satélites. Tóxica, sin duda, pero irrenunciable. Lo mismo que nos une a la Berlinale.