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TEMPLOS CINÉFILOS

El premio de un museo


Me lo comentó ayer un compañero de profesión (más bien de penas) y lo suscribo. Palabra por palabra. Dijo: «La Berlinale no es un maratón, es un ironman», y así es. Porque si algo define a este festival es su apabullante capacidad para trinchar a todo aquel que se atreva a vivirlo de principio a fin. No es que canse, es que agota. Hasta la última gota. Cual gota malaya.

Para bien, pero sobre todo para mal, es un certamen depresivo, que pide pagar el peaje del «bajón» a casi cada propuesta que pone sobre la mesa. Ya sea por la temática de sus películas, ya sea, directamente, por el suplicio que supone verlas.

Por ejemplo, tras ocho días después del pistoletazo de salida, a la organización le pareció bien dar un respiro a la competición con “Eldorado”, del suizo Markus Imhoof. Un documental sobre el gran drama humano de nuestros tiempos: la crisis de los refugiados. Porque, admitámoslo, nunca está de más. Y en efecto, en ningún momento pareció injustificada la depresión. Incluso se antojó como necesaria. Del infierno al limbo, a la promesa del cielo... para volver a la casilla de salida. Imhoof presentó el dantesco periplo de los inmigrantes desde las costas italianas hasta las infranqueables fronteras helvéticas. Por el camino le sobró tiempo para señalar las vilezas morales que explotan las esperanzas de esta gente... y para recordarnos la poca memoria de un continente (el viejo) que no hará tanto se encontraba en el otro lado de la tragedia. Pirueta tan poco reveladora como acertada (por sincera) y, aún mejor, reivindicable en su calidez solidaria.

Dicho esto, siguió el Concurso Oficial, y seguimos hundiéndonos. La rumana “Touch Me Not”, de Adina Pintilie, marcó otro bochornoso capítulo en la carrera por el Oso de Oro. Lo que nos quiso vender fue un documental dentro de un documental... dentro de varios cuerpos. Deformes todos ellos. Grotescos. Marcados por malformaciones, cicatrices y heridas del alma. En un momento de la película, por aquello de despejar dudas, la directora miró fijamente a la cámara y afirmó que nos mostraba todo eso para sanar los males de los corazones rotos. Pero no coló. Cantaba demasiado que aquello solo obedecía a satisfacer las filias más morbosas de su autora. Manchadas todas ellas de un espíritu pornográfico sencillamente repulsivo.

Llegados ahí, no podíamos más. El ironman estaba exigiendo un precio demasiado alto. Había quien estaba a punto de tirar la toalla... hasta que por fin vimos la luz. Volvió el hijo pródigo, el mexicano Alonso Ruizpalacios (padre de la magistral “Güeros”) y todo cobró sentido.

Su nueva película, “Museo”, toma como referencia sucesos de 1985, concernientes al robo masivo de patrimonio maya, en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México. Una historia real tratada como una maravillosa ficción. Como una película con plena auto-consciencia. De filmación extraña pero ciertamente embriagadora, Ruizpalacios confirmó su talento a través del encanto de las mejores réplicas. Gloriosa recompensa en la línea de meta. Mereció la pena el esfuerzo.