La memoria no superada
A estas alturas, ya había quedado claro que la 71ª edición del Festival de Cine de Cannes había empezado de forma accidentada. Ayer, cuando por fin se cerró (esperemos que ahora sí) el affair Terry Gilliam, se nos ocurrió respirar de alivio... solo para crisparnos a las pocas horas.
Esa máquina de polémicas en la que se ha convertido la Croisette nos obligó a apartar la mirada, una vez más, de la pantalla. Resultaba que la noticia no se encontraba ahí. Después de un pequeño descanso, se reactivó la competición por la Palma de Oro, y lo hizo con la atención muy puesta (¿demasiado?) en la política internacional.
Se presentó “Leto”, canción (de canciones) de amor dedicada a la escena del rock soviético de los 80. Pero como se ha dicho, lo importante estaba fuera de la sala de proyección; en la ausencia del director de la cinta, el ruso Kirill Serebrennikov, retenido por las autoridades de su país a causa de unas –turbias– acusaciones concerniendo un desfalco de ayudas públicas.
La organización juró estar en contacto directo con el mismísimo Vladimir Putin. Se doblaron y triplicaron esfuerzos para que el Kremlin entrara en –nuestra– razón, pero la única respuesta que se obtuvo fue que el destino de aquel hombre está ahora mismo en las muy independientes manos de la justicia.
Así las cosas, nos contentamos con la película de marras. Una propuesta que en realidad era una lista de reproducción de los grandes hits de la época. Sex Pistols, Talking Heads e Iggy Pop adoptaron acento eslavo para celebrar la fuerza liberadora de la música y del arte en general. Un atractivo ejercicio de estilo desinflado, eso sí, por su propia naturaleza. Primaron las formas y se desdibujó el fondo. Durante más de dos horas. Por desgracia, la fiesta no aguantó tanto.
Menos historia tuvo aún la otra candidata, “Yomeddine”, del debutante A.B. Shawky. Cinta egipcia que olió demasiado a cubrir la cuota africana en la Oficial. Misión cumplida sin brillo alguno merced a una road/ buddy movie sobre dos parias (un leproso y un niño huérfano) en busca de su(s) identidad(es). Una simpática –y ya– odisea de escasa sutileza emocional (la fibra sensible está siempre en el punto de mira), pero de buenas intenciones en el retrato final de la bondad humana.
En las antípodas de todo esto brilló, desde la oscuridad, Jaime Rosales. En la Quincena de los Realizadores tuvimos ocasión de ver su último trabajo, “Petra”, una historia de violencia (hanekiana) paterno-filial y de lazos fraternales confusos. Una película donde la ética y la estética de la cámara se fusionaron para dar al texto un sentido y una profundidad ciertamente dolorosa.
Apoyándose en una Bárbara Lennie descomunal (para variar), Rosales llamó a romper con el pasado, invocando el recuerdo de todos aquellos símbolos mal enterrados en su casa. Fosas comunes, monarcas dictatoriales y artistas con insaciable gula mercantil fueron de la mano para hablarnos, en realidad, de un país con una historia todavía por resolver. Es la alergia de la memoria histórica. Aquí, en Cannes. Lejos de la independencia judicial de ciertos estados de dudosa salud democrática. Respiremos.