Itziar Ziga
Escritora y feminista
JO PUNTUA

Historia de un orgullo

Cuando los campos de concentración nazis fueron liberados, los supervivientes que portaban ese triángulo rosa que después haríamos orgullosamente nuestro y con el que se les distinguió por maricones, fueron directamente conducidos a cárceles y manicomios por los gobiernos aliados. Las lesbianas que sobrevivieron, diluidas en el triángulo negro, junto a prostitutas, yonquis, sin techo, gitanos y otras inadaptadas, tampoco corrieron gran suerte. El fin de la Segunda Guerra Mundial nos condenó en todo Occidente a un asfixiante rearme patriarcal y heterofascista: las mujeres a la cocina y las desviadas, al armario. Unos electroshocks o la lobotomía final reconducían a quienes no acataran los angostos límites de sus vidas.

Hace hoy justo 49 años, una suma de mariconas, travestis, bolleras, indigentes, racializadas, empobrecidas, perseguidas, inapropiadas e inapropiables, devino en horda rabiosa y justiciera, en comunidad política que iba a defenderse unida para poder existir. Sucedió en Manhattan, frente al bar Stonewall Inn. «Y comenzó la historia del orgullo gay. Cuando vimos al jefe de esos cerdos (policía) contemplar el éxito que teníamos al manifestarnos, para deshacer todo el horror en el que vivíamos. La gente corría, había sangre por todas partes. Pero a pesar de ese horror, lo más hermoso de la situación es que no podíamos parar. No teníamos miedo y no nos importaba morir. Nunca más aceptaríamos seguir oprimidas».

Así lo narra Sylvia Rivera, una de las gudaris de aquella noche de verano en que le dimos una patada en los huevos a la Historia. Transexual, puta, alcohólica, politoxicómana, sin techo, de origen portorriqueño y venezolano en una sociedad tan supremacista blanca como la gringa, sidosa, suicida, vedette, lesbiana al final de sus días, activista siempre, protectora de la gente más desamparada. El orgullo no es por ser raras, por ser señaladas como diferentes. El orgullo nos viene de habernos defendido colectivamente, de no habernos dejado destruir ni asimilar, como gente, como pueblo. Y eso, sí, nos hace mejores que ellos.