De Breivik a Breitbart
El 22 de julio de 2011, el mundo se estremeció con las noticias que llegaban desde Noruega. Un coche bomba había explotado en un edificio gubernamental de Oslo... y pocos instantes después, se había llevado a cabo una matanza en la vecina isla de Utoya, donde 77 jóvenes perdieron la vida. Tanto un ataque como el otro fueron diseñados y ejecutados por la misma persona, Anders Breivik.
Un terrorista, un monstruo producto de unos tiempos (los nuestros) que no siempre pueden asimilar el ritmo frenético al que se suceden los cambios que lo modelan. Venecia se estremeció. Lo hizo hoy con las tres películas proyectadas en la sección Oficial, tríptico dedicado a poner cara a las pesadillas que, nos guste o no, definen también nuestra era.
El primero lo hallamos en “22 July”, de Paul Greengrass. Este director británico, especialista en revivir traumas colectivos contemporáneos (el domingo sangriento en “Bloody Sunday”; el 11-S en “United 93”), volvió a la escena del crimen, más que para aterrorizarnos (que también), para reflexionar sobre las nuevas heridas del viejo continente.
En lo primero cumplió holgadamente. El conocido pulso de este cineasta para la acción sirvió para revivir los escalofríos que sentimos aquel maldito 22 de julio. En lo segundo, el film se vio demasiado afectado por el manual Netflix (encargada de su distribución). Después del ataque, la cámara siguió al verdugo y a los supervivientes, en un loable intento de reforzar el siempre complicado pero necesario proceso de rehabilitación. Este se llevó a cabo, por desgracia, con conformismo superficial y con demasiada preocupación por conectar con el público. Tocaba más atender las necesidades de la propia historia.
Las cicatrices siguieron supurando con Carlos Reygadas. Al idolatrado cineasta mexicano no se le ocurrió nada mejor que abrirse en canal durante las tres horas que duró su último trabajo: “Nuestro tiempo”. En este drama amoroso, que emanaba un reconocible olor autobiográfico, el cineasta filmó el tormento por el que pasa un hombre (encarnado por él mismo) que descubre que su mujer le es infiel. Una trama que invitaba al tópico, pero que fue abordada de la manera más atípica, imprevisible y, ya puestos, desconcertante. Cine animal; cine salvaje. Sin miedo a deslumbrar, o a hacer el ridículo... o a asquear. Reygadas, dios misógino con una cámara. Un monstruo. En todos los sentidos.
Al final, fuera de competición, Errol Morris se citó con Steve Bannon. El maestro de la no-ficción contra uno de los pilares de Breitbart, gul mediático imprescindible para entender la monstruosa era Trump. Fue un encuentro memorable, tanto en la actitud del director (mucho más preocupado por escuchar que por contestar), como en las formas que adquirió el conjunto. El documental se mimetizó a la perfección con el objeto de estudio, convirtiéndose en un bombardeo de información. Nuestros ojos y orejas no daban abasto. Morris disparaba a discreción, solo para reproducir ese clima de confusión agitación en el que tanto salen a relucir las malas artes de Bannon. Y volvió aquel escalofrío.