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JO PUNTUA

Ahora ya es tarde, Papa Guay


La misma Iglesia católica que declaró la guerra a las mujeres, a los maricones y al sexo en general, y que sigue bloqueando por todo el mundo la despenalización del aborto, de la transexualidad y de la homosexualidad, ha silenciado durante décadas las denuncias contra su maquinaria de abuso sexual a menores. Todas somos unas perversas menos ellos, los mayores pedófilos del planeta: hay que joderse. Qué se puede esperar de hombres adultos a los que se exige celibato y que ostentan un poder social privilegiado desde una doctrina sexófoba y represora de toda libertad, cuando se entrega bajo su tutela a niñas y niños durante siglos.

Ahora empiezan a reconocer tibiamente una infinitesimal parte de los abusos que han encubierto. ¡Ahora, Papa Guay de Roma! Escucho a una superviviente narrar cómo el cura se quitaba el alzacuellos para violarla, y se me renuevan las incombustibles ganas de quemar iglesias.

La familia tradicional y la Iglesia son dos cabezas de ese monstruo patriarcal e imperial que nos domina y contra el que nunca dejaremos de rebelarnos, pero también son nuestros enemigos la sexofobia, el control horizontal, los estigmas. Los niños y las niñas abusadas sexualmente no son juguetes rotos, nadie lo es, y desde que nacemos hasta que nos extinguimos albergamos una maravillosa sexualidad que nos vincula. Cuanto mayor es el tabú, más fácil es el abuso.

Layla Martínez Vicente la clava en su genial librito “Infancia y control social”. «En los últimos años, los niños han pasado a estar permanentemente vigilados y controlados. A pesar de que los delitos contra los menores no han aumentado, el discurso del abuso ha conseguido crear la sensación de que el peligro es mucho mayor que antes, por lo que los niños han sido privados de cualquier tipo de autonomía. El niño se acostumbra así a vivir en la sociedad de la vigilancia y el miedo, lo que hará que acepte mucho más fácilmente un alto grado de control social en la edad adulta».