Cuando empieza a pasar
Últimamente me he abrazado a la literatura distópica y me está afectando. Tanto que no dejo de percibir que el más aterrador de los futuros ya está aquí. Lo cierto es que día sí, día también, voy dando respingos asustados. Así me he dado de bruces con que dos documentalistas, Clemente Bernad y Carolina Martínez, se enfrentan a sendas penas de dos años de cárcel y 12.000 euros de multa por haber intentado grabar imágenes de una misa en honor a los golpistas del 36; en definitiva, por querer sacar a la luz un delito de apología del fascismo que se lleva a cabo en un recinto público.
Sucedió, según la acusación, en la cripta del Monumento a los Caídos de Iruñea, allí donde el acceso está restringido a la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz, organización franquista creada en 1939 para «mantener íntegramente y con agresividad si fuera preciso, el espíritu que llevó a Navarra a la Cruzada por Dios y por España». Ni más ni menos.
El detrimento de libertades, el silencio informativo, el fanatismo y la opresión son parte esencial de las tramas de novelas distópicas con las que me he tostado este verano. Y también el sobrecogimiento que atrapa a quien lee al convertirse en testigo del preciso momento en que poco a poco todo empezó a degradarse. La indiferencia opera en el momento adecuado; las cosas empiezan a suceder casi sin que nos demos cuenta. Lo más perturbador de estos relatos es cuando la pregunta salta del libro y queda flotando en el ambiente. ¿Cómo no fuimos capaces de ver lo que estaba comenzando a pasar?
Y todo empieza a resultarme ya demasiado familiar.