Maite UBIRIA BEAUMONT
BAIONA
Entrevista
JACQUES BRODEUR
IMPULSOR DE LA INICIATIVA «DIEZ DÍAS SIN PANTALLAS»

«Jugar sirve para plantar a los captores de espíritus con fines comerciales»

Profesor de educación física ya jubilado, Jacques Brodeur se inspiró en un programa ideado en California (EEUU) con el objetivo de combatir la obesidad infantil. Tras dotarlo de su propia impronta, en 2003 vio la luz el desafío «Diez días sin pantallas». Un centenar largo de escuelas en su Quebec natal han participado de una experiencia que desarrollan ya varios centros educativos vascos con el fin de que «los chavales aprendan a que las nuevas tecnologías no les roben la libertad».

Jacques Brodeur habla con el entusiasmo que se presupone a esos jóvenes a los que trata de ganar para «el partido más importante de sus vidas». Con la ayuda de esa mirada viva con la que refuerza cada frase, remacha la idea de que «retomar el control sobre las pantallas tras las que se esconden unos profesionales que se dedican a atraer nuestra atención para venderla a las grandes corporaciones es la versión moderna de la vieja batalla en favor de la libertad».

¿De qué forma toma un profesor de educación física conciencia en una materia como el uso de las nuevas tecnologías?

He ejercido como profesor de educación física aunque desde 2000 estoy ya retirado. Es en 1986 cuando empiezo a interesarme más seriamente por la cuestión de proteger a los menores de las emisiones violentas que ya entonces copaban las pantallas. Cuando empieza nuestro trabajo, las emisiones infantiles en nuestro marco de referencia, Norteamérica, incluían hasta diez veces más contenido violento que los programas para adultos. Era el boom de dibujos animados que seguro que les suenan a sus lectores: Transformer, Tortugas Ninja, Pokemon... Según los estudios de la época, nuestros chavales visionaban entre 80 y 100 actos violentos cada hora que pasaban delante de un televisor. Teóricamente estaban en casa, en el sofá, en un lugar que sus padres identificaban como un espacio seguro en comparación con los riesgos exteriores que dibujan las sociedades actuales, y sin embargo, esos niños estaban sufriendo un bombardeo que, evidentemente, no era inocuo.

Tuvo que pasar un tiempo para que el problema aflorara.

Al principio no hay quejas sobre la filosofía que subyace a esos programas. En el caso de Quebec, hubo que esperar a que en el año 2001 un informe del Consejo Superior de Educación nos abriera los ojos. Según ese diagnóstico, el número de alumnos con problemas graves de comportamiento se triplicó en quince años, hablamos del periodo 1985-2000. Los expertos que elaboraron el informe atribuyeron ese deterioro en el comportamiento infantil a tres factores: estructura familiar fragilizada, ausencia o falta de un cuadro familiar consistente, y volumen de actos de violencia inyectados en los cerebros de los menores a través de la televisión. En esa misma época, los estudios publicados en Estados Unidos revelaban que para la edad de 14 años un niño o niña de ese país había observado 80.000 actos de agresión, incluidas 8.000 muertes. Nosotros, en Quebec, siempre nos sentimos más protegidos en comparación a EEUU, por eso la publicación de ese estudio nos devolvió a la realidad: nuestros jóvenes también estaban afectados por un problema que no sabe demasiado de fronteras.

¿Cuál es la consecuencia más desconocida de esa alta exposisión a escenas violentas?

El gran problema de esa enorme exposición a la violencia no es, como solemos creer, o como se insiste habitualmente, la imitación del comportamiento violento. El problema mayor es que la vivencia cotidiana de la violencia genera pérdida de sensibilidad, de forma que, por volver al terreno, cuando hay un acto de violencia o de acoso en la escuela, primero, es más que probable que el joven no le otorgue mayor importancia, y por descontado, lo más probable es que no acuda a asistir a la víctima, porque no le importará el sufrimiento del otro. El mayor daño que genera esa convivencia diaria con la violencia es que el chico o la chica perderá la capacidad de empatía. Esa es la consecuencia más nociva.

¿Cuándo y cómo toma forma la idea de plantear un desafío para zafarse por unos días de ese dominio de las pantallas?

En 2001 tengo noticia de que un profesor llamado Thomas Robinson ha hecho públicos los resultados de una original experiencia desarrollada en una escuela de San José (California) centrada en la limitación del tiempo de exposición a las pantallas. En su caso, el programa se centraba en demostrar la relación entre ese abuso de la pantalla y la salud infantil, concretamente sobre el sedentarismo y la obesidad. Sin embargo, también señalaba los efectos de la exposición a la violencia y a los mensajes de publicidad. Ese experimento demostró que disminuyendo el tiempo de exposición a las pantallas se reducían hasta en un 40% los actos de violencia y las actitudes humillantes, que tienen un componente de misoginia muy elevado, precisamente porque el peso, y en general el aspecto físico, marca mucho a las niñas.

¿Cómo adapta esa experiencia a las características sociales y educativas propias de Quebec?

Las diferencias eran claras. Mi colega de California era profesor de medicina, yo enseñaba deporte a mis alumnos. Y, claro, de forma natural surgió la idea de adaptar el proyecto dotándolo de un carácter lúdico. De ahí salió la idea de proponer un desafío, de plantear a los alumnos, a los profesores y a los padres jugar un partido o, si se prefiere, disputar una batalla al más alto nivel contra los campeones mundiales de la captología.

Eso de la captología merece una explicación...

Es un concepto que ofrezco de forma altruista para enriquecer el diccionario. La captología es una combinación de tres ciencias: neurología, psicología y tecnología. La captología es la ciencia que practican unos profesionales que ganan mucho más dinero que los padres y las madres de nuestros alumnos, sean quebequeses o vascos. Esos profesionales son pagados generosamente para que cumplan su función de atrapar o, si prefiere, cautivar la atención de los seres humanos, para convertirla luego en valor mercantil. Es la ciencia que piratea los espíritus con fines comerciales. Consulte, si quiere, la lista de las diez personas más ricas del planeta y ya verá cómo al menos siete de ellas practican la captología. Antes la televisión y ahora las otras pantallas les sirven para atraer a los ciudadanos, dejarlos a merced de las grandes corporaciones y finalmente convertirlos en meros consumidores.

Como usted mismo concede, antes era la televisión, ahora es el ordenador, el móvil...

Y las consecuencias se agravan. Los niños pasan 50 horas por semana delante de una pantalla. Los datos en Francia, supongo que valen para el País Vasco, hablan de 30 horas a la semana. Es un tiempo enorme que, además, va en detrimento de la relación familiar. En EEUU, en 1981, el tiempo de conversación de una familia era de 1 hora y 12 minutos por semana. En 1987 bajó a 34 minutos. ¿En cuántas familias el chaval o la chavala se sienta a la mesa en el último minuto y se levanta nada más acabar para poder volver a enganchar con el mundo que le llega a través de la pantalla? Pensemos en ello, no para culpabilizarnos, sino para ponernos manos a la obra y combatir esa esclavitud.

 

Un carnet de puntos y tres divisas para ganar el reto: libertad, sinceridad y solidaridad

La escuela Saint François-Xavier de Urruña fue pionera a la hora de plantear a sus alumnos desprenderse por diez días de esas pantallas que, según las estadísticas hexagonales, acaparan cada día 4 horas y 36 minutos de su atención.

Tras la experiencia piloto de 2017, otros centros escolares como los de Hazparne, Donapaleu, Donibane Garazi o Hendaia recogieron el testigo y se sumaron el año pasado a una iniciativa que prepara ya su próxima edición, a celebrarse del 14 al 23 de mayo de 2019.

El impulsor de la idea detalla a GARA que el desafío responde a tres divisas. La primera es la libertad, porque, apostilla Jacques Brodeur, «no se trata de moralizar o de culpar a nadie y, en consecuencia, juega el partido quien quiere y cada cual decide qué hacer del tiempo ganado a la máquina».

Segundo valor: la sinceridad. Los jugadores tienen un carnet en el que se definen hasta seis momentos de la jornada –60 hitos en diez días–, que ofrecen la oportunidad de postergar la pantalla y sumar puntos.

Y, por fin, la tercera meta: la solidaridad. Brodeur remarca ese valor y lo argumenta con pasión. «Si os animáis a disputar este partido, suelo decir a las niñas y niños, yo os prometo que vais a descubrir la verdadera amistad y que, cuando terminéis esta carrera fantástica, vais a poder decir con orgullo que estos han sido los diez días más especiales de vuestras vidas».

A sabiendas de que hasta el bueno de Bob Esponja tiene un lado oculto –«el niño que mira esos dibujos nada más levantarse no podrá concentrarse en la escuela», advierte Brodeur–, cabe desconfiar de que el desafío frente a las pantallas no oculte otras pretensiones. El veterano profesor lo confiesa. «Nuestro desafío se sitúa en la encrucijada de los grandes debates sobre el modelo de sociedad, y no nos escondemos: defendemos dotar a los más jóvenes del arma más poderosa, la situada en el lóbulo frontal del cerebro, la que permite tomar decisiones».

Expone un sueño: «Conseguir que, como hay jornadas de evacuación en las escuelas, las autoridades francesas, o mejor las vascas, se conviertan en pioneras al impulsar un día sin pantallas, al amparo de las normas que regulan el derecho a la desconexión».

«Todos los niños pasan por la escuela», señala, por ello prioriza «ganar allí», para seguir extendiendo luego una campaña por el buen uso de las tecnologías que liga al contexto global. «Se nos olvida –concluye– que combatimos al nazismo y que la libertad lograda es frágil; por eso, ante las nuevas derivas autoritarias, los jóvenes deben saber que, si pierden su espíritu, si son cautivos de sus pantallas, corren el riesgo de banalizar que Trump mande en EEUU y hasta de elegir a un energúmeno como él para gobernar su propio país». M. U. B.