Empieza a ser cansino revisar cada mañana, tarde y noche las diferentes redes sociales en las que fiamos parte de nuestra comunicación personal o profesional. A veces creo que es un acto fallido, un ritual servil. Una dependencia. Pero los sociólogos golosos, los agentes de propaganda, algunos interesados y las fuerzas telúricas del consumismo están reivindicando ahora mismo a Instagram como la que más importa, porque no se debe escribir, ni dar al me gusta, sino que se debe participar contando y compartiendo historias. Aquí lo dejo.
He visto en la pantalla grande de mi salón de estar el vídeo en el que se ve el accidente que sufre el actor Dani Rovira mientras rueda un documental solidario, montado en bicicleta y arrollado de manera brutal por un conductor en una carretera francesa que uno no puede dar crédito a que hayan salido los ciclistas ilesos de tal salvajada. El conductor que embiste paró y ayudó. Y no sabemos mucho más. Bueno, que debe servir como pieza disuasoria en cualquier campaña de circulación y protección a los ciclistas. Y que lo mismo que hablamos de esta historia en este tono, podríamos estar lamentando una desgracia bastante mayor. El parabrisas del automóvil refleja el golpe recibido, la secuencia es durísima. Seguro que este episodio ha sido bien recibido en las redes.
La variación de usuarios de las redes parece estar estabulado en edades, profesiones, territorios y nivel educacional. Y sustituyen a instrumentos, herramientas y vías de transmisión de lo que sucede o deja de suceder. Los canales televisivos y las radios, así como las ediciones digitales de los otros medios, nutren de manera gratuita a estos conductores de medias verdades, o sea, mentiras enteras. E Instagram no aporta más variables en sus contenidos que los de su formato más estrictamente audiovisual.