14 FEB. 2019 TEMPLOS CINÉFILOS Elisa, Marcela y Agnès Victor ESQUIROL Un dato sangrante para el cine español: su última película que compitió por el Oso de Oro fue de 2015. Su título era “Nadie quiere la noche”, estaba dirigida por Isabel Coixet y protagonizada por Juliette binoche y Rinko Kikuchi. El único honor que se llevó esa propuesta fue el de inaugurar la que seguramente fuera la última Sección Oficial realmente potente que haya dado la Berlinale. Y nada más. De esto hace ya una olimpiada. Duele, tanto como comprobar que las pocas cintas españolas capaces de llegar a tan distinguido escaparate, no acostumbran a dar la talla. Para muestra el botón de hoy. Isabel Coixet volvió al lugar del crimen con la excusa de presentar “Elisa y Marcela”, película que narra la historia del que a principios del siglo XX, terminaría siendo el único caso histórico de matrimonio lésbico oficiado por la Iglesia en el Estado Español. Más allá de lo llamativo del titular, la directora catalana fue incapaz de salirse lo más mínimo de los esquemas y mecanismos de la telenovela de sobremesa. Esta historia de amores condenados quemó su principal baza (esto es, la posible química entre Natalia Molina y Greta Fernández, a la práctica inexistente) en aras de un lirismo simplón y cursi, y de una denuncia de brocha gorda. La decisión estética de un blanco y negro pésimamente iluminado, además de la poca calidad productiva en una ambientación histórica nada lograda, acabaron de hundir una historia que sin duda merecía aspiraciones artísticas más nobles. Justo después de esto, vimos por fin uno de los platos a priori más fuertes de esta Berlinale. El israelí Nadav Lapid presentó “Synonymes”, videocollage con marcado tono autobiográfico, en el que recuerdos más o menos deformados dieron forma a las vivencias parisinas de un joven hebreo deseoso de renunciar a su nacionalidad sionista. Dicho planteamiento se descubrió, desde la primera escena, como un ejercicio de cine tan libre como uno de los tres pilares de esa promesa llamada “República Francesa”. La imagen se separó de la literalidad del texto y abrazó un poder metafórico que desembocó en una dolida, a la vez que muy estimulante reflexión sobre el desarraigo, la identidad y el deber moral de considerar a cada ser humano como sinónimo en el seno de una comunidad inevitablemente global. Por último, y fuera de la Competición, pasamos casi dos horas en compañía de Agnès Varda. Esa eterna fuerza creadora calentó el frío invierno berlinés con “Varda by Agnès”, documental autobiográfico para mayor gloria de ella misma, pero sobre todo de un arte (el suyo) dedicado a los demás. Nadie mejor que la considerada como “abuela de la Nouvelle Vague” para diseccionar una obra perenne en la fascinación que debería despertar en cualquier espectador mínimamente abierto a considerar el séptimo arte como una experiencia diseñada para enriquecer el alma. La película, claramente hecha desde la calma y reposo retrospectivos, falló a la hora de captar el espíritu rebelde originario de su propia autora, pero por el contrario resultó ser un muy placentero recorrido por los momentos e ideas estelares de una mujer sin lugar a dudas estelar.