16 FEB. 2019 TEMPLOS CINÉFILOS Ecos cantados y ladrados Victor ESQUIROL El Berlinale Palast tocó fondo. Definitivamente. «El Páramo» se confirmó como tal en el último día oficial de la 69ª Berlinale. La sonada baja de última hora de Zhang Yimou despejó sin querer una última jornada cuyo único atractivo generalista quedó en el Fuera de Competición. Más tiempo pues para que el jurado reflexionara el palmarés... y para que los periodistas volvieran a casa. Total, que en el Palast había eco. Un efecto acústico que sin quererlo, elevó el único aliciente mediático de la mañana. Hoy amanecimos con “Amazing Grace”, una pieza de arqueología fílmica, una cápsula del tiempo en la que vimos y escuchamos a Aretha Franklin en 1972, grabando el álbum homónimo, el que pasaría a la posteridad (de esto iba todo) como su trabajo más exitoso. Filmando este momento estelar de la humanidad (que ni Mick Jagger quiso perderse) estaba ni más ni menos que Sydney Pollack, atento primero con el teleobjetivo, y después en la sala de montaje. El resultado fue una placentera fusión de éxtasis religioso y musical. Gospel en estado puro. Palpable en la voz celestial de Franklin, en su sudor humano, en la reacción de aquel público... y también en la de este público. El eco del Palast, prueba irrefutable (y privilegiada) del milagro. Y como la Oficial nos soltó pronto, aprovechamos para prodigarnos en las secciones secundarias, que es donde la Berlinale acostumbra a ser –mucho– más fiable. En Panorama, por ejemplo, dimos con un díptico que nos hizo revivir los buenos años del certamen, es decir, aquellos en los que el cine latinoamericano era dueño y señor de la Competición. Ahora, en la sección estrella del público, descubrimos los nuevos films de Gabriel Mascaro y Alejandro Landes. El primero siguió jugando con nuestra temperatura corporal en “Divino Amor”, cuento futurista que dibujó el futuro próximo de Brasil... y a lo mejor el de todas las sociedades que irónicamente tapan sus profundas crisis de fe con el fanatismo religioso. El caso es que en el año 2027, contaba la película, la cruz de Jesús se había implantado totalmente (más aún) en todos los estamentos gubernamentales. La protagonista de la función, una burócrata encargada de disuadir a la parroquia de las tentaciones del divorcio, celebraba su amor en raves espirituales y asistía, junto a su marido, a sesiones de grupo que enseñaban a amar la carne desde todas las posiciones habidas y por haber. Mascaro se mantuvo fiel al «cine del polvo». A esa manera de contar historias que sustituiría cualquier atisbo de tiempo muerto con los peajes sexuales que hiciera falta. Una provocación; una divertida blasfemia que convirtió el futuro (el colectivo y el que crece en nuestro interior) en el chiste perfecto para entender mejor el presente. El segundo nos llevó al mismísimo corazón de las tinieblas. En “Monos”, un portentoso aparato formal plasmó las brutales rutinas de un grupo de niños (más bien adolescentes) soldado. No importaba su nacionalidad; mucho menos la causa por la que luchaban. La mirilla de Landes apuntaba, como lo hacía William Golding, a una naturaleza humana con demasiados ecos animales. Y nos vaciamos.