16 MAR. 2019 JO PUNTUA Inoculando la extrema derecha Arturo Puente Periodista El pasado jueves varios programas matinales abrieron su menú contando que un grupo de «ciudadanos cabreados» habían retirado el lazo amarillo de la fachada del Ayuntamiento de Barcelona y, tras ello, se había producido un forcejeo con los agentes. No es mentira pero, desde luego, es un tratamiento informativo harto condescendiente para una acción protagonizada por un grupo ultra, que había vandalizado una propiedad municipal y que se había enfrentado a la policía. Cuando Vox apareció, allá por 2014, casi nadie vio nada más allá de la anécdota. Eran al fin y al cabo una escisión ultraconservadora del PP que maridaba mal con la nueva extrema derecha europea. Cinco años después, Vox condiciona la Junta andaluza y aspira a hacer lo mismo en el resto de instituciones. Y limitan, también, cualquier estrategia de la izquierda, tanto a la que busca bloquear las mayorías parlamentarias como a la que preferiría tensar la cuerda del PSOE. El atentado contra la comunidad musulmana en Nueva Zelanda es parte de un fenómeno global que tiene también una dimensión electoral en Bolsonaro, Salvini o Le Pen. Todo eso existe, pero la situación de Vox no puede explicarse sin el interés utilitario del conglomerado político y empresarial del Estado. La alerta roja que supuso la crisis catalana ha ampliado el rango de ideas aceptadas en el debate público hacia márgenes en los que la rama más ultra de la derecha española es fuerte. Y así se ha convertido a Vox, unos meapilas con pocas ganas de trabajar, en un fenómeno político real y peligroso. Hay demasiados intereses económicos en España que lejos de leer a la extrema derecha como un problema la ven como una reacción proporcionada a independentistas e izquierdas conniventes. Y, si no, al menos, están dispuestos a comprar con una ingenuidad poco inocente que son simplemente unos chicos enfadados que reaccionan a algo mucho peor. Pero la inoculación del virus de la extrema derecha nunca es un juego, ni es controlable. Y menos en un escenario internacional donde ya se prepara el caldo de cultivo perfecto. Y así se ha convertido a Vox, unos meapilas con pocas ganas de trabajar, en un fenémono político real y peligroso