31 MAR. 2019 LOS CAMPOS DEL HORROR FRANQUISTA EN EUSKAL HERRIA En los campos de concentración franquistas no había cómo dormir, qué comer, ni siquiera con qué suicidarse. Una investigación de ámbito estatal recupera algunas historias macabras de quienes en Irun, Urduña o Iruñea pudieron sobrevivir para contarlo. Última actualización: 31 MAR. 2019 - 07:40h Ramón SOLA Las tragedias de vascos en campos de concentración como Mauthausen, Gurs o Angelu durante la Segunda Guerra Mundial son conocidas. Y también sus vicisitudes en penales franquistas como Ezkaba o Saturraran. Pero no se ha difundido tanto el drama de quienes pasaron por los campos de concentración de Franco entre 1936 y 1939, en plena guerra. Testimonios espeluznantes que recopila ahora el periodista y escritor Carlos Hernández de Miguel en una investigación que está teniendo mucho eco. Un libro no apto para estómagos sensibles ni mentes tendentes al insomnio, porque describe una realidad aterradora todavía hoy, 82 años después y con el dictador aún enterrado en su mausoleo con honores. La vida humana no valía nada en encierros como el de los Escolapios de Bilbo, vigente entre 1937 y 1939. El testimonio de un cautivo llamado Pedro Urrutikoetxea refiere cómo un chico al que llamaban Txakoli, «el preciso día de su cumpleaños, sabía que su novia iba a pasar a una determinada hora por delante de la prisión, para poder verse en un día tan señalado. Escudándose como pudo en la ventana, asomó la cabeza solo lo indispensable, pero una bala de la guardia exterior se le alojó en ella segando su maravillosa juventud para siempre». Asomarse al exterior se castigaba del modo más brutal. Txakoli no sufrió, parece, al contrario que uno de los prisioneros en un campo de concentración anexo a Euskal Herria: el de Miranda de Ebro. Félix Padín, conocido anarquista vasco fallecido en 2014, contó cómo en un día de invierno con temperaturas gélidas un «compañero desesperado» trató de huir y fue atrapado. «Por la tarde lo ataron por las manos al mástil de la bandera y lo dejaron así de noche. No dormimos pensando en él y en el frío que estaría pasando. A la mañana siguiente nos levantaron para cantar junto a la bandera. El pobre hombre había muerto congelado y su cuerpo estaba rígido, sujeto al palo, en una posición como si estuviera un poco agachado. Habíamos entendido la lección y cantamos como si no pasara nada», concluye Padín. Tortura, hambre...y también heroísmo La tortura estaba a la orden del día en campos como el de Urduña, ubicado en el colegio de los Jesuitas y que llegó a superar los 4.000 prisioneros. Allí campaba a sus anchas «El Manco», un militar al que faltaban tres dedos de la mano derecha, lo que no le impedía golpear con saña a cualquiera de los cautivos. Una de sus víctimas refiere en este ‘‘Los campos de concentración de Franco’’ (Ediciones B) que «El Manco estaba loco. Siempre iba con el garrote en la mano, salía de su oficina furioso, gritando como un energúmeno, insultándonos, y se liaba a golpes con el primero que encontraba en su camino. Desgraciadamente, mató a más de uno a garrotazos». El hambre era atroz en unos campos en que, según diferentes relatos, el «rancho» consistía en no más de media docena de garbanzos y en el que sobrevivir abocaba a pelear por los huesos con los perros callejeros. Recoge también Carlos Hernández que en el citado campo de Urduña hizo estragos el tifus, igual que el frío en el instalado en el convento de la Merced de Iruñea. Entre tanta miseria humana en ocasiones brotaba el heroísmo más increíble. Al no tratarse de un campo de concentración sino de una cárcel regular, el libro no se detiene en la épica fuga de Ezkaba que acabó con 200 cadáveres en las cunetas en 1938, pero sí explica los efectos que tuvo en otros campos de concentración por la sicosis que atacó al régimen. Y heroísmo puro son historias como la de un anarquista donostiarra llamado Losada en El Dueso (Cantabria), contada así por un superviviente: «Losada acude con su grupo a la liturgia de la bandera. En el momento de arriarla, adelantándose a los vivas de rigor del comandante, grita: ‘¡Viva la República! ¡Gora Euskadi! ¡Viva la libertad!’. El escándalo entre los adoradores del símbolo patrio es de órdago a la grande. La impresión entre los presos, de escalofrío. Esa misma noche se forma un Consejo de Guerra ante el que comparece Losada, siendo condenado a muerte. A la mañana siguiente, es fusilado en presencia de sus compañeros». Mirado en perspectiva, quizás fue una forma de quitarse la vida para escapar de aquel suplicio. Muchos otros lo intentaron, pero su mayor problema era que no tenían siquiera con qué suicidarse. Los lugares y la memoria, hasta hoy Sobrecoge comprobar cómo muchos de los escenarios de tal inhumanidad hoy son lugares con mucha vida (el colegio de Urduña, la Universidad de Deusto...), centros turísticos (Monasterio de Iratxe) o incluso espacios de fiesta (las plazas de toros de Tolosa e Iruñea, el estadio Gal de Irun...) A Franco le había costado apenas 48 horas montar el primer campo de concentración para encerrar a prisioneros, nada más producirse el Alzamiento, en las afueras de Melilla. Tras el fin de la guerra en 1939, fueron cerrados o reconvertidos en cárceles para intentar tapar un horror que todavía sigue sobrecogiendo ocho décadas después.