Un festival feliz
Al salir de la cueva, aquel Indiana Jones encarnado por River Phoenix miró a ambos lados, oteó el horizonte y, al verse solo, decretó: «Todos se han perdido menos yo». Tal afirmación, ni falta hace decirlo, era totalmente incorrecta, y se debía, por supuesto, a la desesperada situación del por aquel entonces poco iniciado aventurero.
Muchos años después de ese tan memorable momento, una criadora de plantas observa, horripilada, a la gente que la rodea. A sus compañeros de trabajo, a sus familiares, a su ligue... y tras mucho meditarlo, llega a una conclusión: «Todo el mundo ha cambiado menos yo». Las circunstancias entre una escena y la otra son más o menos parecidas, pero la certeza que tenemos nosotros a la hora de juzgarla, se ha desvanecido. Ha volado con el viento, cual espora lanzada por una planta con ganas de reproducirse.
En este ambiente de insoportable incertidumbre se sitúa Jessica Hausner en “Little Joe”. La nueva película de la directora austríaca es, de momento, y con el permiso de Pedro Almodóvar, el mejor trabajo presentado en esta 72ª Competición de Cannes. Se trata de una inquietante cinta de ciencia-ficción en la que la invención genética de una flor promete una fuerte sensación de felicidad a quien ose oler su polen. Una proposición tentadora que, no obstante, se concreta en el terror (sensorial donde los haya) del estado de ánimo impuesto. De repente, sentimos alergia por la alegría. Aldous Huxley, en algún lugar, dice que sí, que son los demás los que se están volviendo locos. Pero nosotros, por culpa de Hausner, seguimos sin estar seguros. Y así, durante más de hora y media en la que la ambigüedad imperante en el relato cristaliza en una angustia que cala en todos los niveles de la vida de la pobre criadora. Y de paso, en la nuestra. Cine por contagio; cine que persigue mucho más allá de la sala de proyección. Horror de altísima calidad.
Hablando de... Patricio Guzmán, veterano maestro de la no-ficción, presentó “La cordillera de los sueños” fuera de competición. Después de las magníficas “Nostalgia de la luz” y “El botón de nácar”, quedó por fin completada la geo-trilogía chilena, su país natal; su patria perdida desde el terrible golpe de estado de Augusto Pinochet.
A través de su característica narración lírica, Guzmán volvió a iluminarnos con su voz, así como con la de una serie de científicos y artistas doctorados en la misma materia que tanto domina este documentalista. Esto es, leer unos elementos cuya naturaleza no conoce la mentira. Resaltaron, una vez más, tanto las asignaturas suspendidas como los deberes por hacer de Chile, cuya mitificada transición democrática (¿nos suena?) está claro que esconde el problema capital de una memoria histórica a la que, por lo visto, y para mayor horror, no se está prestando la suficiente atención.
Para corregir esto, nadie como Patricio Guzmán, quien a pesar de todos los fantasmas que invoca, llega a la cita con un deseo que no teme verbalizar: «Solo quiero que seamos felices», dice el incansable cineasta. La clave, ahora lo sabemos, está en pensar (más bien creer de verdad) que los demás comparten dicho anhelo. Amén.