En Roubaix, una luz
Ahí va la enésima demostración de que en Cannes se celebra el que, efectivamente, es el mejor Festival de Cine de mundo. En su 72ª edición, parecía que todos los esfuerzos tanto por parte de la organización como por la nuestra, estaban destinados (y perdón si me hago pesado con el tema) a llegar en condiciones a la cita con la novena película del maestro Quentin Tarantino. Así lo sugería tanto la entidad del film de marras, como la configuración del programa de mano... pero no. Ni una cosa ni la otra.
Cannes es un monstruo tan escandalosamente acaparador, que incluso después de aquel terremoto, le quedaron argumentos para que nosotros siguiéramos temblando. Entró en escena, por fin, el más precoz de todos: Xavier Dolan. El joven autor quebequés, presentó “Matthias & Maxime”, supuesta historia de amor más o menos reprimida entre dos amigos... que en realidad pretendía hablar sobre el fin de esa edad en la que se permite que la sangre esté en permanente estado de ebullición.
Se descubrió todo como «otro día en la oficina» para el ya-no-tan-joven cineasta. La película, bellamente filmada, se mostró siempre totalmente impotente a la hora de justificarse en la escritura. Se siguió todo con suma facilidad, pero el mérito fue de la familiaridad con las formas empleadas, no de la claridad expositiva de Dolan, confirmándose la propuesta como un a ratos potente ejercicio de estilo... y como un decepcionante romance en las –angustiosas– puertas de la edad verdaderamente adulta.
De modo que la buena noticia en la competición tuvimos que irla a buscar de la mano del imprevisible Arnaud Desplechin, quien tuvo a bien corresponder nuestras necesidades con una de esas películas que, de vez en cuando, le salen redondas. En “Roubaix, une lumière”, trabajó con un cine de rostros y diálogos muy bien implementados en un paraje de desolación humana. No obstante, como ya indicaba el título, se impuso la luz.
Desplechin siguió, de forma muy analítica, pero también muy humana, la labor policial de un grupo de agentes comandados por, precisamente, un ser luminoso. De repente, apareció Roschdy Zem, y su calma, bondad y comprensión se alzaron por encima de la devastación, en lo que fue un cautivador y emocionante retrato del calor familiar en las circunstancias más adversas.
Por último, en la Sección Un Certain Regard, apareció la mismísima encarnación (cinéfila) del Rey Sol, y claro, ya acabamos de quedarnos ciegos. Se manifestó el divino Albert Serra con “Liberté”, claramente la película más radical no solo de este Festival de Cannes, sino seguramente de toda la temporada. En un bosque entre Postdam y Berlín, un grupo de libertinos de finales del siglo XVIII (justo antes de la Revolución francesa) montaba ahí una comunidad en la que poder dar rienda suelta a sus perversiones. Fueron dos horas de «gran comilona», en las que se destruyó cualquier noción de decoro con la que pudiéramos haber llegado a la sala de cine. El cineasta catalán defecó (literalmente) en todas la convenciones, y con ello, la carne corrupta supo a gloria divina.