Brío juvenil
La octogésima edición de la Quincena Musical ha comenzado con el ímpetu de la Mahler Chamber Orchestra, una orquesta joven y dinámica que, junto al director moravo Jakub Hrusa, ha presentado dos ambiciosos conciertos para el arranque del festival.
En su segundo concierto, con casi 60 miembros y cerca de 150 voces, distaba mucho de la idea de orquesta de cámara que el nombre de la formación hace imaginar pero, salvada esta primera impresión, el público se encontró con una orquesta rotunda, de sonido compacto y brillante, que afrontó un concierto exigente con grandes dosis de energía.
El programa de la velada, muy bien escogido para las características de la agrupación, comenzó con “Te Deum” de Dvorak, una obra de temática religiosa pero de carácter inspirador y estimulante, en la que las voces tienen gran protagonismo. La soprano Knezikova lució una voz de timbre claro y ligero, de agudo fácil pero no falto de cuerpo y mucho vuelo, que agradó. El bajo Plachetka exhibió voz grande que, si bien brillaba en la zona aguda, sufría en el grave perdiendo su belleza. El Orfeón Donostiarra cantó con dominio pese al excesivo volumen de la orquesta en algunos pasajes, destacando el timbre joven y fresco de las mujeres, aunque se echó de menos un poco más de rotundidad y presencia en las voces más graves.
Siguió “Psalmus Hungaricus” de Kodaly, una obra poco interpretada pero de gran intensidad y dramatismo que el tenor Gyula Rab supo transmitir con su dicción clara y expresiva, pese a tener una voz más limitada tanto en registro como en volumen. El Orfeón aportó emoción con sus pianísimos y vehemencia en los unísonos –que tienen esa fuerza del canto popular aderezada con giros del folklore húngaro–. Las juveniles voces del Easo añadieron un punto extra de brillantez y color a una obra ya de por sí impactante que, sin embargo, adoleció una versión más personal y trabajada por parte del director.
Pero es en la “Segunda Sinfonía” de Schumann donde la orquesta pudo demostrar su auténtico sonido. Con una textura más liviana que las obras anteriores, permitió encontrar planos sonoros y disfrutar de un mayor rango de dinámicas, pero también dejó expuesto un exceso de brío que lleva a un carácter demasiado expansivo, haciendo perder lirismo a pasajes más íntimos y transformando arrebato en insustancialidad adolescente.
La dirección de Hrusa y sus tiempos demasiado rápidos no hicieron sino alentar el espíritu extrovertido de la orquesta, en lugar de aportar el sosiego y la estabilidad que necesitaba para afianzar un programa que lo tenía todo para triunfar.