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La verdad, como los cadáveres, acaba saliendo a flote


El 6 de febrero de 2014, al menos 15 personas murieron en la frontera de Ceuta a manos de la Guardia Civil. No fue un drama, ni una tragedia, como siguen calificándolo los medios del Régimen. No perdieron la vida, sino que se la quitaron, y además con extrema violencia, en una masacre que, como explicó el ultracatólico ministro de Interior –en su última versión, y según la realidad iba desmontando sus anteriores mentiras–, solo fue otra operación de defensa de las fronteras de España.

Cinco años después –y gracias al coraje democrático y justiciero de organizaciones como Cear, Caminando fronteras y la Asociación Coordinadora de Barrios– una jueza ha decidido reabrir el caso. Lo hace mediante un auto en el que, aunque ratifica el Benemérito deber de «defender las fronteras» –se supone que del terror y la angustia con el que las «atacan» las gentes desesperadas que huyen de la miseria– dice otras cosas que merecen un análisis.

Dice la jueza que «en el mar había personas migrantes que podían sufrir un mal, incluso la pérdida de la vida, y que debían ser auxiliadas por los agentes investigados, los cuales podían haber intervenido en su auxilio y se abstuvieron de hacerlo sin causa que justifique su omisión», o sea, que el deber y la obligación de las fuerzas del Orden Público era hacer justo lo que no hicieron, socorrer a personas en peligro.

Luego explica: «La protección de la frontera no puede ser justificación para recurrir a prácticas incompatibles con los derechos humanos, ni puede dar pábulo a sobreentender, ni remotamente, que las fronteras o espacios entre las mismas son zonas de excepción en relación a los derechos humanos». Y aun matiza más el tipo de defensa de fronteras que puede realizarse, subordinándola a su compatibilidad con los derechos humanos: «No cabe rechazar la entrada de personas migrantes de cualquier modo, sino solo de una manera adecuada a la protección de tales derechos... respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte».

En otras palabras, la jueza está recordando al Gobierno que, en las fronteras, ni vale todo, ni se pueden violar los derechos humanos, porque –sorpresa, sorpresa– las personas migrantes, también son «personas humanas». Está recordando que los derechos de las personas (por ejemplo, su derecho a la vida) están siempre por encima de una pretendida defensa de las fronteras. Está ratificando la ilegalidad –y la inhumanidad– de esa necropolítica que consiste en dejar morir o, incluso, asesinar a millones de personas con tal de impedir que puedan acceder a los países enriquecidos, que los saquean y expulsan de los suyos.

Al hilo de tan esclarecedor auto judicial, estaría bien que el resto de instituciones y medios de comunicación aprovecharan la ocasión para profundizar en las responsabilidades políticas que subyacen en este atroz episodio. No se trata solo de centrar el delito en los guardias de turno (para indultarlos y/o condecorarlos la semana que viene) sino de elucidar quienes son ahora los señores X que han decidido hacer de las fronteras españolas «un coto de caza de migrantes», con licencia para matar(les).

Hoy en España, mientras los trileros en funciones –y en modo electoral– nos distraen con el panteón del Genocida, a las miles de sus víctimas que, sin verdad, sin justicia, ni reparación, aun pueblan las cunetas, se les añade, día tras día, este silenciado tropel de nuevas víctimas, «caídas por la defensa de las fronteras», que tampoco tendrán nunca su nombre en una tumba, ni en la pared de una iglesia.