Latencia
Los periodos de crisis sirven para medir la naturaleza humana. En la «normalidad», las actuaciones más extremas se diluyen entre la continuidad, se opacan bajo el manto de las mayorías silenciosas. El carisma, sin embargo, sale a relucir en la excepcionalidad, y como ahora se señala buscando en Google frases ingeniosas que lo respalden, la nobleza se afianza o se desinfla frente a la adversidad.
Es en estos escenarios donde se amplifican las tendencias personales y quedan marcadas sin necesidad de sesudos estudios. Estamos presenciando en tiempo real la capacidad de reacción de los líderes políticos y, en otra medida, su tiempo de respuesta frente al acontecimiento a atajar. Entre las cuestiones relevantes dentro de esta idea, está la de la latencia.
Un término novedoso, derivado del inglés latency, aplicado a las nuevas tecnológicas y que ha saltado al oído de los no expertos, entre los que me encuentro, con motivo del 5G. Una nueva tecnología que aumentará la velocidad de conexión y reducirá al mínimo el tiempo de respuesta, la latencia.
El primer ejemplo que absorbí recién para comprender el término se mostraba a través de la serie «Chernobyl». El tiempo de respuesta, la evaluación y actuación posterior, era vital para la supervivencia de los vecinos, técnicos y bomberos. Pero la burocracia y el secretismo alargó tanto la respuesta que la crisis se tornó en un conflicto de una magnitud dramática. Episodios similares se han reproducido en el planeta, por dejadez, falta de visión estratégica, burocracia o simples intereses políticos.
Aplicado en política, con el permiso de ingenieros e informáticos, la latencia de las instituciones vascas en los dos últimos acontecimientos relevantes (Zaldibar y pandemia) ha sido extremadamente exagerada, lenta si el concepto físico es el adecuado. Los movimientos del lehendakari Urkullu, apropiándome de otra metáfora cinematográfica, han sido los propios del caballo del malo, en las películas de vaqueros. Ese caballo que corría a una velocidad inferior a la del resto porque suponíamos que iba a ser sacrificado en beneficio del actor elegido.
La falta en velocidad de respuesta ante un acontecimiento excepcional en el seno jeltzale es tradición. Y no quiero retrotraerme en exceso, hasta el golpe de estado de 1936, cuando esperaron dos semanas a dar un apoyo a la República mientras el país se desangraba. O a aquellos patéticos seguidismos sobre las tesis negacionistas que descartaban la autoría yihadista en los atentados de Madrid del 11M de 2004. El PNV prefirió dar pábulo al ministro del Interior Ángel Acebes, imputado luego por Bankia y en el caso Bárcenas, que a los que le decían en casa quién no había sido.
En Zaldibar, ocurrió otro tanto. Urkullu despreció a las familias de los desaparecidos, negó que los mensajes externos influenciaran en sus decisiones y llegó a eludir la dimensión del desastre al compararlo con uno de los numerosos accidentes laborales. Es obvio, como diría el protagonista de “El hoyo”, que el sarcófago de Chernóbil se hubiera tragado a Urkullu sin oposición. Su velocidad de respuesta fue morosa para la que se le exige a un supuesto líder político.
En la gestión de la pandemia, los movimientos de respuesta se han vuelto a reproducir de una manera alarmante. Porque el acontecimiento no estaba ubicado en un espacio delimitado (Zaldibar) sino en una extensión mucho mayor, la de tres territorios de Euskal Herria. La exigencia de una actuación rápida era de manual. Pero nuevamente la latencia del PNV fue contraria a las necesidades que exigía el momento. Llegó a despreciar incluso a quienes exigían una intervención rápida (Ortuzar llamó Nostradamus a Otegi). Urkullu mantuvo hasta el final el deseo de celebrar elecciones autonómicas y congelar, mientras tanto, el resto de actividad social.
La escasa velocidad de respuesta ha tenido graves consecuencias en sanidad y en el desarrollo de la pandemia: segundo país del mundo en fallecidos per cápita, detrás de Bélgica y por delante de España. Esa es nuestra «Basque Country» internacional, nuestra aportación al mundo. Un fracaso histórico que desmonta todas esas idioteces del oasis vasco, la iniciativa secular e incluso esas notorias expresiones de superioridad. Hace falta un poco más de humildad. Y menos arrogancia.
La falta de reflejos del PNV obedece también a otras razones. Los jeltzales no son precisamente una cuadrilla de «mataos». En el diagnóstico emplean sus esfuerzos. Para poner masilla en sus puntos débiles (en Zaldibar eludiendo su competencia) y contraatacar, en general contra la izquierda abertzale, para derivar responsabilidades.
Y tras el diagnostico llega la estrategia, sacar el mayor rédito posible, sobre todo el económico, para mantener esa pléyade de parásitos históricos y recientes. Y es evidente que con las farmacéuticas y con los softwares del control ciudadano, algunos van a hacer caja. Mucha caja. Como ya la hicieron en la mítica farmacéutica Zeltia, michelines como Jon Jauregi o Joseba Andoni Aurrekoetxea.
Ahora, el aparcamiento y la dilación en los estudios de la UPV sobre los test del virus, una constante eso de la marginalización desde que la Universidad Vascongada existe (la eterna cantinela de lo privado sobre lo público), sugiere que ya hay empresas privadas preparadas para hacerse con ese pastel que se antoja multimillonario.
Y sobre el control ciudadano con la excusa de la pandemia, el Super Gran Hermano en ciernes, ¿qué añadir? Una curiosidad en la Oficina de Patentes de EEUU, la de «Un método para verificar la identidad de un usuario de un servicio en línea». Su autor, un empresario que compaginó dirección en una empresa de comunicación llamada Vicomtech con Andoni Ortuzar. ¿Espionaje en masa? Lo de Vilcomtech le dio entrada en el patronato del Oncológico. Se llamaba y llama Julián Florez y como los más avispados ya habrán destripado, es la pareja de Arantxa Tapia, la consejera de Industria del Gobierno de Gasteiz. Todo se queda en casa.