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KOLABORAZIOA

Ampliación del museo de Bellas –y malas– Artes de Bilbao


El artículo sobre irregularidades e ilegalidades del concurso de ampliación del Museo de Bellas Artes de Bilbao que publicó GARA escrito por el arquitecto Iñaki Uriarte, expone la preocupación de los arquitectos vasco-navarros ante el fallo y sus hechos, y por el silencio que ahora guardan entidades profesionales de tradición activa en la denuncia de propuestas edilicias cuestionables.

La participación de Foster en el concurso estando en el jurado el arquitecto miembro del Patronato de su propia Fundación incita dudas, máxime cuando participó también en el concurso de 2016 para el Museo del Prado en cuyo jurado había asimismo un arquitecto vinculado y se premió a Sir Foster.

Pero siendo incompatible con la equidad del jurado la vinculación de sus jueces con quien deben juzgar, es inadmisible premiar lo que incumple la normativa urbana vigente que protege al máximo nivel al Museo y al entorno en que está. Asimismo, el edificio y el parque están protegidos por la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico y por la Ley 6/2019 de Patrimonio Cultural Vasco, por lo que, al incumplir normas municipales, autonómicas y estatales, el jurado premia una propuesta que agrede al Museo y al parque.

A ello se añade el incumplimiento notorio del proyecto de las bases del concurso al sobrepasar los límites máximos fijados de alineación, falta que obliga a rechazarlo pero que el jurado decidió no ver, e incluso premiar, castigando la rectitud y trabajo de quienes cumplieron, avalando el que los concursos simulados pueden ser entes de banalidad y totalitarismo, a sabiendas que el trabajo que lleva desmontar su curso impide hacerlo a quien lo intenta.

En el siglo XXI los museos se gestionan como empresas multifacéticas que, al fin cultural, suman ser cauce de relaciones sociales, entretenimiento y ocio, así como el de generar trabajo, internacionalidad y espectáculo, multiplicidad que se utiliza para servir a los dioses de hoy: publicidad, rentabilidad y jactancia tecnológica. El éxito del «efecto Guggenheim» avisa que los museos sirven para tener repercusión y hacer caja, hacer propaganda y hacer política, siendo recurso ante cuyo oropel claudican trust financieros, medios de comunicación y dirigentes sociales con ansia de un rebozo cultural para el que todo precio a pagar es bueno porque su divulgación se usará para asimilarlo a gestión eficaz que justifique caprichos y adulteraciones.

Para entender la cultura de una época y país, debe conocerse también lo que guardan sus museos, las piezas con entidad originaria y definitoria de su cultura para cuyo cuidado existe el edificio. Pero si se prioriza el edificio al contenido –y entra aquí el cursi «se pone txapela al museo» lanzado como eslogan que banaliza la ilegalidad– y, para justificar el envoltorio se violan las normas existentes y las fijadas para regirlo, cabe pensar que es la funda lo que interesa sobre lo demás, y que su frikismo desviará otras atenciones que puedan surgir, acordando así llamar txapela a lo que en las perspectivas cenitales divulgadas asemeja más a una tapa de alto diseño para sanitario.

Si la filosofa Hannah Arendt estudió la banalidad del mal, aquí podemos decir que la banalidad asumida es el mal, pues la sucesión de irregularidades habidas y su entidad avisa que no fueron casuales.